lunes, 9 de noviembre de 2009

12 de noviembre, día del cartero.

12 DE NOVIEMBRE, DÍA DEL CARTERO.

Por José Luis Domínguez.

Con la aparición de las modernas computadoras, el uso de la internet, y por ende, la utilización del e-mail o correo electrónico, nuestra lengua se ha visto mermada o disminuida en forma considerable. Si pudiéramos estar presentes en el momento en el cual una joven o un joven abren su correspondencia electrónica, y pudiéramos leer el contenido, tanto de sus correos recibidos como el de los enviados, nos daríamos cuenta de que la mayoría de ellos no pasan de tener uno o dos pequeños párrafos, incoherentes, en ocasiones, para un lector de nivel medio, con graves faltas de ortografía, escritas en clave, o lo que es lo mismo, con abreviaturas, lo cual nos daría como conclusión que nuestro idioma, en su uso moderno, es ya una abreviatura de la abreviatura. Hoy vivimos la pasión por lo breve, por lo rápido, por lo incoherente, por lo fugaz. Si ya los siglos XIX y XX presentaban graves muestras de esa decadencia idiomática con la desaparición paulatina de la práctica de la escritura de un diario, en el que se veía el temple, la paciencia y la dedicación de la persona que empleaba este recurso como método seguro de autoconocimiento y por qué no, de testimonio de una época, de un determinado periodo y de una determinada sociedad, tal como lo muestran, por ejemplo, “El diario de Ana Frank”, en el cual una adolescente judía escribe durante los dos años que dura el encierro voluntario de ella y de su familia, escondida, tratando de escapar de la policía alemana triste y célebremente conocida como la gestapo; o bien los tormentosos “Diarios de Anais Nin” y su pasión por Henry Miller y su trato con los artistas de su época; o el diario de nuestra querida pintora, Frida Kalho, sólo por poner algunas muestras.
Otra de las prácticas que ya han ido desapareciendo, no menos vital para el fortalecimiento del idioma, y que precisamente ha sido sustituida por el correo electrónico, es la escritura de las cartas, o lo que bien podría llamarse pomposamente, diario compartido. Ya sólo nos quedan recuerdos de ese legajo de hojas en crudo, en colores sepia o blancas, manuscritas con la impecable caligrafía de los bisabuelos y los abuelos, cartas escritas con un lenguaje fértil, exuberante y pródigo en sustantivos, adjetivos, y adverbios, pero sobre todo, pródigo en imaginería. ¿Cuántas personas no se enamoraban mediante las cartas en el siglo XIX y aún en el XX? Remitentes y destinatarios sensibles, inteligentes, apasionados. Antes que el teléfono, que el telégrafo y el correo electrónico fue la carta. Correspondencia entre reyes, príncipes y emperadores; intercambio de ideas y conceptos entre artistas y pensadores de todas las épocas; testimonio de grandes pasiones; eso fue la carta, teniendo únicamente como instrumentos el papel y la tinta, un sobre y un timbre postal, pero también un temple, una paciencia a toda prueba, la mano que escribía muy cerca de la inteligencia, pero más cerca todavía del corazón.
Ahora los perros ladran menos, sí, pero no porque haya menos ladrones, sino porque es menos el tránsito, el paso de los carteros que pedalean, o hunden el pie en el acelerador de su motocicleta en pos de su sacra encomienda, por cada una de las colonias de nuestras ciudades. La correspondencia, poco a poco, y aunque nos duela a los nostálgicos, va cayendo en desuso, va siendo ya cosa del pasado.
¡Qué bueno sería que todos rescatáramos esa bella tradición! ¡Pero que primero fuéramos a las bibliotecas públicas a leer esos prolongados intercambios de cartas entre escritores, como las famosas “Cartas al padre”, de Frank Kafka, “Cartas al Castor”, del premio nobel existencialista Jean Paul Sartre a Simone de Beauvior, o la correspondencia amarga y desencantada de Oscar Wilde, esa carta larga, apasionada, turbulenta, titulada “De profundis”, en las “Cartas escogidas” de William Faulkner, o las suplicantes misivas de Camille Claudel a su hermano y poeta Paul, en las que le pide que la saque del manicomio en el que ha estado confinada durante 30 años por culpa de los celos profesionales de su esposo, el escultor Auguste Rodin. Luego están las chispeantes y sinceras cartas de Truman Capote a sus amigos y amigas del alma.
Luego de tomar uno de estos ejemplos anteriores como modelo, escogeríamos a un familiar, a un amigo, que por diversas circunstancias estuviera lejano de nosotros y le escribiríamos una larga carta contándole lo que nos habría sucedido en los últimos días o meses. Y así iniciaríamos, con el rescate del buen uso de nuestro idioma, el rescate del cariño de aquel que se encuentra lejos, el rescate de nosotros mismos y el de esa bella tradición de la correspondencia.
Mario Vargas Llosa, el famoso escritor peruano, en uno de sus ensayos, nos advierte del peligro de desaparición en que se encuentra nuestra lengua (por falta de uso, seguramente). Nos dice que nuestro mundo es tan amplio o tan ancho según el vocabulario que usemos, que dos novios que leen buena literatura se aman con más calidad, que aquellos que no lo hacen. Imaginémonos en relación a este concepto o a esta idea, qué tan ancho es nuestro mundo personal, si de las aproximadamente 25, 000 palabras con las que cuenta un buen diccionario autorizado por la Real Academia de la Lengua, utilizamos tan solo 250, es decir, en nuestro diario hablar, sólo usamos una centésima parte de esa riqueza lingüística que representa nuestro idioma, lo cual no solamente es indicativo de pobreza, sino de miseria intelectual. En otras palabras, los diccionarios sólo existen para recordarnos todas las palabras que nunca usamos.
Hay miles y miles de vocablos introducidos a la lengua castellana, gracias a las culturas latina, griega, árabe, italiana e inglesa, pero todos ellos no representan sino una mínima parte del grueso que significa el castellano. Si tan solo nos propusiéramos aprender los vocablos que estas regiones linguísticas nos han heredado en cuanto al español, nos veríamos sumamente engrandecidos en todos los aspectos. Casi todas las palabras derivadas del árabe, por ejemplo, son hermosas, además de fundamentales, casi todas nos hablan de intimismo, de intimidad, de regocijo y descanso, de la alegría de vivir: Almohada, albaricoque, alféizar, aljibe, almendra, álgebra, azul, bermejo, alegría, algazara, alígera; algunas son terribles, como ajedrez, alicate, alfanje, alfil, por su connotación con la guerra. Ahora sí que, como dice Vargas Llosa, ensanchar nuestro idioma, sería ensanchar nuestro mundo.
Para finalizar estas notas les invito a reflexionar, queridos lectores, sobre el uso tan particular que hacemos de nuestra lengua, y mejor aún, sobre el desuso de la misma, y que retomemos esas prácticas tan humanísticas del diario y la escritura de las cartas. Démosle un mayor empleo a la tinta y al papel, no importa que los carteros se sientan agobiados, pero felices, y que los perros de nuestro patio se pongan otra vez a ladrar con insistencia al ver pasar a estos últimos héroes de la modernidad, que van no en bicicleta sino en motocicleta, esta puede ser la gozosa señal de que ya hemos empezado de nueva cuenta a engrandecer el idioma y, por lo tanto, a engrandecer el mundo.

domingo, 11 de octubre de 2009

OCTUBRE, LOS VALIENTES DE TOMOCHIC Y OTROS TÓPICOS.

OCTUBRE, LOS VALIENTES DE TOMOCHIC Y OTROS TÓPICOS.

Por José Luis Domínguez.

Déjenme decirles, estimados lectores, que el 29 de octubre se celebra un aniversario más de aquella masacre realizada por las tropas de Porfirio Díaz aquel año aciago de 1892 en contra de los valientes tomochitecos, comandados por Cruz Chávez.
Aquella victoria de las tropas del gobierno federal habría de resultarles pírrica, es decir, muy cara a los insignes oficiales y soldados de la alta escuela del Colegio Militar, sobre todo, al orgulloso general oaxaqueño, quien llevaba casi tres décadas en el mando de nuestra nación, convirtiéndose en todo aquello contra lo que luchara en su campaña cuando el gobierno mexicano fuera presidido por Sebastián Lerdo de Tejada, cuando el maduro Porfirio Díaz, entonces un destacado general, lo desconociera como tal, en el famoso Plan de Tuxtepec, reformado en Palo Blanco, en el cual una de sus cláusulas, la segunda de ellas, se pugnaba por la No reelección, misma que pronto pasaría al olvido durante el gobierno porfirista.
Un puñado de hombres de la sierra del norte de México, hombres altos como un árbol y fuertes como un oso, de un pueblito olvidado de la mano de Dios, Tomóchic, había desecho, a punta de bala a un grupo de oficiales, graduados de la alta escuela militar nacional y a cientos de soldados, demostrando su valentía, audacia y coraje.
No eran aquellos héroes de Tomóchic hombres ordinarios, comunes, sino unos verdaderos leones de la sierra chihuahuense. Expertos jinetes, tiradores excepcionales, cazadores con la paciencia del Job bíblico, entrenados en la guerra contra los apaches y contra las intervenciones extranjeras que recientemente habían hollado impune y arbitrariamente el suelo mexicano.
Aunado a todo ello, un cierto fervor religioso cruzando las lindes del fanatismo; el maltrato y los abusos padecidos por la población menos favorecida, durante varias décadas a causa de la intolerancia de las autoridades y de los caciques locales. Detonantes suficientes todos estos, como para que aquellos esforzados guerreros se levantaran, por fin, en armas, en contra del supremo gobierno.
Es cierto que el centralismo de nuestra nación siempre se ha encargado de opacar los sucesos históricos y los hechos de armas más relevantes a nivel nacional que han acontecido en nuestra región chihuahuense, pero, afortunadamente, uno de aquellos soldados participantes en la masacre serrana, el teniente Heriberto Frías, escribiría a manera de novela lo que sería aquella gesta heroica de los tomochitecos y el testimonio histórico de la decadencia del ejército porfiriano, ocupado casi siempre en reprimir toda clase de sublevación civil, armada o no, a lo largo y ancho del territorio nacional.
Dicha crítica antiporfirista, aparecida en forma de libro, le valdría al escritor una serie de persecuciones en forma sistemática y el pretexto idóneo para el cierre del periódico “El Demócrata”, responsable de poner el dedo en la llaga gobiernista y de la primera edición de la novela.
El levantamiento de Tomóchic fue un suceso muy comentado en su tiempo por la élite política, social y cultural de aquella época, pero sobre todo, fue el augurio certero de que el gobierno autoritario, represivo, de Porfirio Díaz estaba llegando a su ineluctable fin.
El porfirismo, sólo en un principio había sido favorable al progreso económico, a una paz mantenida de manera forzosa y a cierto grado de instrucción y de libertad de prensa, pero no llegó a crear una armonía estable entre los representantes del pueblo mexicano; un pueblo cada vez más oprimido por la miseria y por las injusticias cometidas en su contra por los grandes caciques, terratenientes, incluso, por algunos de los empresarios extranjeros establecidos con toda clase de ventajas y de facilidades en nuestro país. No resolvió tampoco la problemática religiosa ni la política. Eso sí, hubo una sabia multiplicación de las vías férreas, de tal manera que, si al inicio de su gestión, 1880, había tan solo más de 500 kilómetros de raíles, para 1910, en toda la república mexicana había ya un total de 24, 559 kilómetros de extendido acero.
Lo que ignoraba Porfirio Díaz, y he ahí la ironía y la paradoja del destino, es que al abrir este sistema de comunicación y transporte, favoreciendo sobre todo a las clases ricas y adineradas, estaba preparando lo que sería algo así como su caballito de Troya en su propio perjuicio, porque el tren, a final de cuentas, sería el motivo principal de la derrota de sus fuerzas militares y finalmente, la causa fundamental de su derrocamiento.
En octubre de 1899, siete años después de los sucesos ocurridos en Tomóchic, el avance de las líneas férreas, partiendo desde Chihuahua capital, ya se encontraba en el vecino distrito de San Andrés Riva Palacio, y de ese punto partiría hasta llegar a San Antonio de Arenales.
También en octubre, más propiamente el día 8, pero del año de 1911, el entonces gobernador del estado, Abraham González, inaugura los 21 kilómetros del ramal ferroviario que partiría desde San Antonio de Arenales hasta el mineral de Cusihuiriachic.
Todos sabemos la importancia de los dos eventos últimos mencionados: El tren sería la piedra fundamental para la fundación de San Antonio de Arenales, hoy progresista ciudad Cuauhtémoc.
Sería este “caballo de acero”, como así lo conocían los apaches, quien traería sobre sus lomos, a los menonitas en el año de 1922. También, sabemos la importancia que tuvo Cusihuiriachic para el importante y necesario rango de crecimiento poblacional del entonces San Antonio de Arenales.
Hoy el tren ha desaparecido de muchos de los estados de la república mexicana. Las llamadas “Casas redondas”, o lugares donde las máquinas y los carros del ferrocarril antaño fueran reparados, han sido convertidas en Casas de Cultura, o en su defecto, o mejor dicho, en su virtud, en Museos Históricos. Afortunadamente, y gracias a la afluencia turística de la región, aún se puede oír, por las mañanas, su dulce traqueteo y su aguda sirena como saludándome, alborozado, o por las noches, ese intermitente, hondo y prolongado pitido del tren, el único nexo valioso que nos queda con los últimos tres siglos anteriores, y ese debe ser para nosotros, los cuauhtemenses, un motivo de orgullo y de alegría. Cuauhtémoc es una ciudad nueva, pujante, la cual cuenta con algunos edificios históricos, entre los que se encuentran, el de “La voz del pueblo”, o la dulcería Coahuila, que se localiza en la avenida Allende y 3ª, misma que fuera propiedad de Chumale Oaxaca, los famosos elevadores que pertenecieran en su tiempo a Aarón Redeckov, el edificio de lo que fuera CIMSA y que funge ya no como una bodega de gramíneas, sino como un teatro y museo, a la vez, que habrá de fortalecer el ambiente cultural que se vive de manera muy intensa en nuestro municipio; la nuestra es una ciudad que cuenta orgullosamente con ese escenario-auditorio, nacido también en los años 50s como lo es el edificio de lo que antaño fuera el Cine Plaza; una ciudad que aún cuenta, felizmente, con el paso y el traqueteo chispeante de ese tren, que, como dijera el gran vate jerezano Ramón López Velarde, corre por la vía, como aguinaldo de la juguetería.

miércoles, 7 de octubre de 2009

BREVE REPASO SOBRE LA NARRATIVA DE DAVID TOSCANA.

BREVE REPASO SOBRE LA NARRATIVA DE DAVID TOSCANA.

Por José Luis Domínguez.

En la última semana de febrero de 1992, mientras acá en Cuauhtémoc ya se agitaban los duendes literarios para hacer de las suyas, llegaban, desde Monterrey, a la ciudad de México tres escritores noveles que, durante algunos años, habían formado parte de una agrupación cultural, un tanto anárquica, autodidacta, autonombrada “El panteón de la novela” y cuyos nombres eran Eduardo Antonio Parra, Hugo Valdez Manríquez y David Toscana.
En su libro, “Crónicas de viaje”, Hugo Valdez Manríquez, no exento de cierta vanidad jocosa, nos describe paso a paso, las peripecias padecidas por esta tercia de escritores neoleoneses en el Distrito Federal.
No fueron, la jactancia de la voz narradora, ni las autoatribuciones desfachatadas, ventajosas, ni los comentarios, un tanto pedantes y despectivos que hacía el cronista sobre sus compañeros de periplo lo que me impulsó a seguir leyendo; tampoco me atrapó esa personalidad franca, desparpajada y noble de Eduardo Antonio Parra tan bien descrita en aquellas páginas. Me interesó, sobremanera, lo que se dejaba vislumbrar detrás de aquellas bambalinas literarias del libro, sobre el tercero de aquellos personajes, sobre esa presencia semioculta, como queriendo pasar desapercibida, por callada a veces; por ausente, austera, aunque más bien sencilla, de David Toscana.
He aquí una presencia interesante, me dije. Con aquel retrato muy bien logrado, que hacía de él Hugo Valdez Manríquez, me atreví a comparar entonces a David Toscana con la figura, con la imagen de un iceberg, un témpano que siempre está callado, que casi no se mueve, que enseña poco sobre la superficie del agua, una metáfora de la vida misma, porque oculta mucho más debajo de ella, un símbolo de que quien parecía no decir nada, era quien más tenía qué decir.
Con el transcurrir del tiempo, he podido comprobar que aquella intuición de entonces, que mi empatía, no estaban mal encaminadas. David Toscana, a la fecha, se ha convertido en uno de los mejores narradores latinoamericanos contemporáneos.
El resultado del periplo del trío de mosqueteros de la literatura regia a la gran urbe mexicana, trajo como consecuencia para David Toscana, la publicación de su primer libro en el Fondo Editorial de Tierra Adentro, titulado “Las bicicletas”, en cuyas páginas encontraríamos sus lectores, el surgimiento de algunos de los primeros símbolos que, de manera obsesiva, ocuparían un espacio importante dentro de su narrativa posterior: para empezar, una cantina, un bar, vistos como epicentro del universo narrativo por excelencia; como un punto de encuentro natural y sobrenatural entre sus personajes, tramas e historias.
La cantina de Melitón, en “Las bicicletas”, habrá de ser, qué duda cabe, el reflejo en el espejo del bar Lontananza de un tal Odilón, mencionado fugazmente en lo que habrá de ser, poco tiempo después, su segunda novela: “Estación Tula” y en la reducida geografía central de su libro de relatos del mismo nombre: “Lontananza”, y, de nueva cuenta, en forma también suscinta, en su obra titulada “El ejército iluminado”.
Para continuar, y regresando a la trama de “Las bicicletas”, un personaje secundario, casi desapercibido, en esta ópera prima, Miguel Pruneda, habrá de concebir un vástago del mismo nombre, mismo que cobrará su mayor importancia, como personaje principal, en el que será el quinto de sus libros: “Duelo por Miguel Pruneda”, iniciándose así, una correspondencia inter y multi textual entre todos y cada una de las obras literarias de este autor regiomontano.
El segundo libro de David Toscana, cuyo nombre es “Estación Tula”, va despertar, por ese manejo diestro, sabio, en los diversos tonos e hilos narrativos, los elogios de los diversos medios de comunicación cultural, tanto en nuestro país como en España y en los Estados Unidos. La maestría literaria conseguida en esta novela, por ejemplo, hará que el New Yorker Times Books Review y la Crónica de Houston le otorguen citas elogiosas en sus páginas y coloquen al autor como uno de los grandes autores latinoamericanos modernos.
Por primera vez en mucho tiempo, y en una novela mexicana, se unen la crónica, el arte de escribir cartas, la historia de un pueblo, la investigación detectivesca, el mito y esa modalidad en la cual el mismísimo autor aparece como uno de los personajes sustanciales de la trama, un personaje él mismo no exento de citas al pie página que harán ver el discurso narrativo con un altísimo grado de verosimilitud. Otros lo había hecho, sí, pero no con igual talento como el que muestra David Toscana.
En dicha novela, la historia habrá de ser desacralizada, desacreditadas las versiones oficiales de la historia regional mexicana en materia de guerra e invasión internacional, en este caso, del país vecino hacia el nuestro, y esa sensación de frustración que nos es transmitida por ese hecho doloroso de la apatía, de la dejadez, de la cobardía en haber permitido la pérdida de lo que ahora es el territorio texano, la referencia a la famosa y tergiversada Batalla del Álamo, anzuelo de heroísmo contento y mediocre que, proyectado hacia el futuro narrativo en la obra del escritor regio, se afincará de nueva cuenta en “Duelo por Miguel Pruneda” y en “El ejército iluminado”, prosiguiendo así, con esa familiaridad e intertextualidad de las que hemos hablado líneas atrás.
De esta manera, mediante los hilos de diversos discursos narrativos entrelazados, David Toscana establece que, tanto historia como literatura sean las dos caras de un mismo ejercicio de formulación de la realidad, dos actos complementarios para lograr un solo objetivo: reformular el pasado histórico a través de la ficción.
“Santa María del Circo”, resulta ser una excepción a la regla. Sin mayores bases que una portentosa imaginación, David Toscana aísla esta novela de las que la anteceden y la preceden. “Santa María del Circo” alcanza y supera, a mi juicio, el poder de la trama de “Albedrío”, más no la de en “Porque parece mentira la verdad nunca se sabe”, ambas de Daniel Sada. “Albedrío” y “Santa María del Circo” comparten una misma línea temática, pues giran en torno a las vidas de unos gitanos itinerantes. Pero mientras que Daniel Sada, con un lenguaje poderoso y evocador, y un estilo indirecto libre –una de las más difíciles de las técnicas narrativas de conseguir- nos da una visión cruda e irónica de una realidad que nos atañe en nuestra infancia generacional a los nacidos en los años sesentas, la de los famosos “robachicos” u “hombres del costal” con que nos aterrorizaban las abuelas; David Toscana, en ese parteaguas de su propia obra narrativa llamada “Santa María del Circo”, nos entrega magistralmente una panorámica de los cirqueros envueltos en ese proceso de su anacronismo, de su decadencia, de su derrumbe, con esas cualidades que posee Sada, más un toque de farsa; farsa magnífica que nos deleita como lectores, por su agudeza, por su finura de narrador ya decantado.
Aquí entra en juego su libro de relatos, “Lontananza”, un bar, el oasis de la vida citadina, gris, desordenada, incomprensible. El lugar de encuentro entre el dios Baco y las miserias humanas; un bar, el centro de atención de aquellos tránsfugas y noctívagos que anhelan un lugar en el cual refugiarse de su cotidianidad, de su mundo mediático y mediocrático; el sitio de las soluciones y de las resoluciones, trágicas o no; el espacio donde el absurdo entra como en su propia casa. “Lontananza” es precisamente eso, un sitio a lo lejos, en el que todos alguna vez hemos deseado estar, en el que hemos estado alguna vez, huyendo del acá, de este lado, del cerca y del junto, del encima y del aquí, del ahora.
A estas alturas, David Toscana se ha consagrado como escritor. Tiene oficio, curiosamente, lo tiene como si siempre lo hubiera tenido. Su obra ha despertado el interés internacional y es traducida al inglés, al alemán, al griego, al italiano y al árabe. En Alemania, por ejemplo, comienzan a llamarlo escritor virtuoso.
Su quinto libro, “Duelo por Miguel Pruneda”, en el cual surge, precisamente, el hijo de aquel personaje del mismo nombre de la primera novela de Toscana, “Las bicicletas”. El descendiente de Miguel Pruneda se coloca ahora en el centro del podium exigiendo un sitio preponderante, un lugar de primerísimo calidad dentro de la trama novelística y de la narrativa mexicana. Un Miguel Pruneda nostálgico, quien recuerda, recurrentemente, su niñez, montado en una Western Flyer, la bicicleta predilecta de E.T., ridícula bicicleta voladora del oeste. Miguel Pruneda, tanatófilo, hijo de aquel Miguel Pruneda pueblerino al que le gustaba tanto escuchar precisamente la antiquísima canción llamada “Las bicicletas”. Las reminiscencias de un tal José Videgaray sobre la invasión yanqui y la derrota dolorosa de los regios, que extiende un canal, una línea de parentesco con “Estación Tula” y “El ejército iluminado”, cuya ambientación antinorteamericana, antigringa permea en las tres. Lo que nos hace pensar en la obra narrativa, totalizante, conectada por diversos canales intertextuales discursivos que la hacen a la vez conceptualmente rica diversa.
En “El último lector”, David Toscana continuará fiel a la consigna dicha alguna vez por William Faulkner: Si quieres ser universal, habla de tu aldea, porque simple y sencillamente, David Toscana, como todo hijo agradecido con el terruño que lo vio nacer, ubica la trama en Icamole, un punto geográfico, un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Monterrey, desde donde se puede contemplar el cerro de El Fraile; y donde, supuestamente, en 1876, se llevó a cabo una batalla oscurecida por los anales de la historia nacional, entre los rebeldes encabezados nada más y nada menos que por el general Porfirio Díaz y las fuerzas gobiernistas del presidente de la república, don Sebastián Lerdo de Tejada, perdiendo vergonzosamente los primeros.
Lucio, el protagonista, está convencido que la Historia es Literatura y es vida y viceversa. Aunque a Lucio le ganará siempre la Literatura, porque él es el único, el último lector de ese pueblo olvidado de Dios y del Diablo. Por ello, la única mujer que se digna a visitarlo hasta esa biblioteca anacrónica, exclama que Lucio tiene mejor un tino para hablar de un miserable que de un presidente. La relación de Lucio con los personajes de los libros que lee es profunda. A pesar del misterio que en su cuarto encierra su hijo Remigio y que habrá de unirlos más que nunca. Hay una extraña simbiosis que rompe con los límites que separan la realidad de la ficción. Está convencido de que los personajes de una novela son más reales que los de la historia. A Lucio no se le escapan los excesos estilísticos de la Biblia, y con cierto desdén la coloca en su librero como una obra buena, pero saturada de vicios, salvándola, así, de ser confinada al sitio en el cual llega a parar lo que él considera como literatura chatarra. La mujer que lo visita, quien es la madre de la niña desaparecida, en determinado momento:
Déjeme echar un libro, dice ella. Lucio saca una navaja del cajón y se dirige a las cajas. Ahí corta unos flejes y raja la cinta adhesiva. Ella extrae un libro, observa la tapa, lee las solapas y se detiene en la fotografía del autor. No lo conozco, dice. Extrae una segunda novela: El hijo del cacique. Esta es maravillosa, ¿la ha leído? Lucio niega con la cabeza. La tercera tampoco la conoce (p.108).
Luego, ocurre el hallazgo, otro guiño como el que nos ha lanzado en “Estación Tula”, pero esta vez no siendo él un personaje, sino la anagnórisis operística, donde el propio autor desacraliza su propia literatura, cuando la mujer prosigue con su búsqueda de libros, en las siguientes líneas:
Esto debe ir derecho a las tinieblas, “Santa María del Circo”, un melodrama sobre enanos y mujeres barbudas. ¿Hay algún ritual o sólo los arrojo por el hueco? Sólo los arrojo. Ella va hacia la puerta y hace el ademán de lanzar el libro, voltea hacia Lucio y, al verlo cruzado de brazos, con signos de impaciencia, lo deja caer (Ibidem).
Es curiosa la sensación que, en lo personal, me ha producido la lectura de esta novela. Durante toda la trama he creído que Lucio era más joven que Remigio, aunque la historia quiera convencerme de lo contrario. Pero quizás se deba a que la lectura continua que realiza Lucio, quien es el padre, puede llegar a rejuvenecer y el misterio, el secreto, lo sórdido, que guarda Remigio, envejece. Esta novela se desarrolla al estilo de las cajas chinas, la historia y las metahistorias que se derivan de la primera logran su cometido según las exigencias más altas de todo lector que son: entretener, atrapar, enganchar.
“El ejército iluminado” es una novela inolvidable, misma que tuvo como fuente de inspiración un instituto que atendía a niños con retraso mental, en cuya visión se inspiró el autor cuando vivió una temporada en Berlín, disfrutando de una beca del Berliner Kunstler Programm.. El absurdo del antiyanquismo cobra su máxima expresión en un pequeño grupo de niños que se hacen llamar “El ejército iluminado”, y cuyos integrantes sueñan con dar a México un hermoso presente, la travesía que habrá de situarlos como los últimos héroes de nuestra patria al recuperar el estado de Texas arrebatado por los gringos en las postrimerías del siglo XIX. Esta novela es verdadermente emotiva. Ubaldo, el gordo Comodoro -cuya posición se vuelve harto incómoda- el “cerillo”, del que su fuego presencial se convierte necesario, la tierna Azucena y el “Milagro”, comandados por Ignacio Matus, todos ellos alumnos de primaria, formarán “El ejército iluminado”. Esta novela se vuelve realmente entrañable. Ignacio Matus, ya adulto, mostrando su fiero antiyanquismo hasta en las olimpiadas de 1968, impidiendo, en solitario, extraoficial, que un norteamericano gane la medalla de bronce. Corriendo acá, en el norte de México, bajo un clima agotador de 40°, con cronómetro y todo, sin más público que uno de sus más fieles amigos. Y otra vez David Toscana tendiendo redes hacia otras obras mediante los sitios, los lugares y las calles: Cerro del obispado, calle Degollado 467 sur, el bar Lontananza.
En suma, y además de todo lo anteriormente escrito, la narrativa de David Toscana, sin llegar a ser histórica, queda ligada tenuemente a los fragmentos de la historia nacional, no para añadirse a la opinión de los historiadores y cronistas oficiales, sino para divertirse y divertir con un punto de vista distinto. El autor nos lanza sus guiños maliciosos. Diríase que detrás de éstos se esconde un hombre astuto, inteligentísimo, frío y a la vez sumamente emotivo en la elaboración de cada una de las tramas que se suscitan en su novelística. La imagen de un David Toscana hermético, en el fondo afable, misterioso. Un iceberg que sólo muestra lo que quiere, pero que lo que oculta lo traslada hasta las páginas de sus libros para fortuna de quienes somos sus lectores. Hay en David Toscana un silencio y una serenidad individualizadas que estallan en los maravillosos fuegos de su pirotecnia verbal, estilística y temática, porque leerlo es una verdadera fiesta. Ya lo han comprobado quienes han hecho de sus libros un foco de atención internacional, traduciendo su obra, además de a otros idiomas, también al eslovaco, al portugués, al serbio y al sueco.




lunes, 5 de octubre de 2009

EL ARTE BURGUÉS DEL GÓTICO TARDÍO.


INTRODUCCIÓN AL ARTE.
MAESTRA KOLDOVIKE IBARRA.
TAREA 9.- LECTURAS COMENTADAS.

EL ARTE BURGUÉS DEL GÓTICO TARDÍO.
La burguesía, saturada y segura, aspira a conseguir el prestigio de la nobleza y trata de imitar las costumbres aristocráticas; la nobleza, a su vez, trata de adaptarse al espíritu económico mercantil y a la ideología racionalista de la burguesía. El resultado en una amplia nivelación de la sociedad: de un lado, el ascenso de la clase media, y, de otro, el descenso de la aristocracia. La distancia entre las altas capas de la burguesía y las más bajas y menos dotadas de la nobleza se acorta; mientras tanto, las diferencias económicas se hacen cada vez más insuperables, el odio del caballero pobre contra el burgués rico se vuelve implacable, y la oposición entre el jornalero sin derechos y el maestro privilegiado se torno irreductible.
Pero la estructura de la sociedad medieval muestra ya también en lo alto peligrosas grietas. La espina dorsal de la vieja y poderosa clase feudal que desafiaba a los príncipes se ha roto. El tránsito de la economía natural a la economía monetaria hace que la alta nobleza, más o menos independiente, se convierta también en clientela del rey. Como resultado de la disolución de la servidumbre de la gleba y de la transformación de las posesiones feudales en tierra arrendadas o cultivadas por jornaleros libres, los propietarios particulares pueden haberse empobrecido o enriquecido, pero no disponen ya de la gente con la que antes podían guerrear contra el rey. La nobleza feudal desaparece y es sustituida por la nobleza cortesana, cuyos privilegios provienen de su posición al servicio del rey. El séquito de los príncipes se componía, antes también, de nobles, naturalmente, pero éstos eran independientes de la corte o podían independizarse en cualquier momento. En cambio, ahora toda la existencia de la nueva nobleza cortesana depende del favor y la gracia del rey. Los nobles se convierten en funcionarios cortesanos, y los funcionarios cortesanos se ennoblecen. La antigua nobleza de espada se mezcla con la nobleza de diploma, y en esta nueva nobleza, híbrida, medio cortesana y medio burocrática, que forman en lo sucesivo, ya no son siempre los miembros de la antigua nobleza los que desempeñan los papeles más importantes.
La estructura de la nobleza se transforma al mismo tiempo que la del Estado, pero se mantiene vinculada a su propio pasado. En cambio la caballería decae constantemente como única clase guerrera y portadora de la cultura laica. El proceso es muy largo y los ideales caballerescos no pierden de la noche a la mañana su brillo seductor, al menos a los ojos de la burguesía. Pero, en el fondo, todo prepara la derrota de Don Quijote. Se ha atribuido la decadencia de la caballería a las nuevas técnicas guerreras de la Baja Edad Media, y se ha hecho notar que la pesada caballería, siempre que se enfrentó con la infantería de las nuevas tropas mercenarias o con las tropas de a pie de las hermandades campesinas, sufrió graves descalabros.

La caballería huyó ante los arqueros ingleses, ante los lansquenetes suizos y ante el ejército popular polaco-lituano, esto es, ante cualquier clase de armamento distinto del suyo y ante toda fuerza militar que no aceptase de antemano las reglas de combate caballerescas. Pero las nuevas técnicas guerreras no fueron la verdadera razón de la decadencia de la caballería. Estas técnicas no eran más que un síntoma, y en ellas no se expresaba otra cosa que el racionalismo del nuevo mundo burgués, al que la caballería no se avenía en absoluto. Las armas de fuego, el anonimato de la infantería, la rígida disciplina del ejército de masas; todo esto significaba la mecanización y racionalización de la guerra y la inactualidad de la actitud individual y heroica de la caballería.
Los caballeros no formaban un verdadero ejército, sino unidades sueltas e indisciplinadas de aventureros que colocaban la gloria personal por encima de la victoria colectiva. La conocida tesis de la democratización del servicio militar a consecuencia de la invención de las armas de fuero y la institución, por esta razón, de las tropas de infantería mercenaria, que hizo que la caballería perdiese su objeto, sólo puede admitirse con grandes limitaciones.
El caballero no comprendía los móviles de la nueva economía, de la nueva sociedad y del nuevo Estado; seguía considerando a la burguesía, con su dinero y su “espíritu de mercachifle”, como una anomalía. El burgués sabía mucho mejor cómo conducirse con el caballero: Intervenía gustosamente en las mascaradas de los torneos y las cortes de amor, pero todo esto no era para él más que un juego; en sus negocios era seco, duro y sin ilusión; en una palabra: nada caballero.
El individualismo económico, la extinción gradual de la idea de corporación y la despersonalización de las relaciones humanas ganan terreno por todas partes. Por lejana que permanezca todavía del concepto integral de capitalismo, esta época está ya bajo el signo de las nuevas formas económicas y bajo el dominio de la burguesía en cuanto representante de lo nuevos modos de producción capitalista.
No se debe, por ejemplo, pensar que fuese completamente popular, pues, por distintos que fueran los fines artísticos y los criterios axiológicos de la burguesía de los del clero y la nobleza, no eran totalmente ingenuos y populares, esto es, comprensibles sin premisas culturales. El gusto de un comerciante burgués podía ser más “vulgar”, más realista y más material que el de un constructor de la época de plenitud del gótico, pero no era por ello más simple ni menos extraño a la concepción del pueblo bajo. Las formas de una pintura o una escultura gótica tardía, inspiradas en el gusto burgués, eran frecuentemente más refinadas y caprichosas que las formas correspondientes de una obra de arte de la plenitud del gótico.
No encontramos en ninguno de estos géneros auténtica poesía popular; en ninguno logra triunfar la concepción artística espontánea del pueblo, independiente de la tradición literaria de las clases superiores. Las fábulas de animales de la Edad Media han sido consideradas siempre por la historia de la literatura y por el folklore como la expresión directa del alma popular; pasaron del simple pueblo analfabeto a la literatura, y constituyen el resultado tardío y en parte falseado de las formas originales creadas por el pueblo: el Roman de Renart; las fábulas francesas, finlandesas y ucranianas que poseemos se derivan todas del apólogo literario, del que también desciende probablemente la misma poesía fabulística de la Edad Media.
Solamente en un género literario, el drama, encontramos algo que puede constituir una poesía popular gótica tardía. Tenemos en él, al menos, la continuación de una auténtica tradición popular, transmitida por el mimo desde la más remota antigüedad y recogida en el drama sacro y profano de la Edad Media.
El espíritu del diletantismo, que no pudo imponerse en las artes plásticas hasta tiempos modernos, se impone en la poesía medieval siempre que los elementos portadores de la cultura cambian de clase. También los trovadores fueron al principio simples aficionados, y sólo gradualmente se transformaron en poetas profesionales. Después de hundirse la cultura cortesana, una gran parte de estos poetas, cuya existencia se apoyaba en un empleo más o menos regular en las cortes, se queda sin trabajo y desaparece paulatinamente[1].
El lugar de los juglares vuelve a ser ocupado en parte por aficionados, los cuales siguen atendiendo sus ocupaciones burguesas y dedican a la poesía y al drama sólo sus horas de ocio. Ellos llevan a la poesía el espíritu de su artesanía, e incluso acentúan y exageran el elemento técnico de la creación poética, como si con esto quisieran compensar su afición, que no se ajusta a su sólida existencia artesana.
Este espíritu artesano no sólo se manifiesta en la poesía de los poetas profesionales, que, con el mismo espíritu de artesanía se llaman “maestros” y “maestros cantores” y se consideran muy por encima de los humildes juglares. Estos “maestros cantores” inventan dificultades artificiales, sobre todo de la técnica del verso, para eclipsar con su virtuosismo y su doctrina a la masa inculta de los juglares. Esta poesía académica, que tanto en el aspecto formal como en el del contenido se aferra a la ya anticuada poesía caballeresca cortesana, es no sólo la forma artística más lejana del gusto naturalista del gótico tardío y, por lo tanto, la forma artística menos popular. El naturalismo del gótico, en su período de plenitud, corresponde, en cierta medida, al naturalismo de la época clásica griega.
La obra de arte es, en primer lugar, una copia de la naturaleza y no un símbolo que se sirve de las formas naturales solamente como de un medio para lograr un propósito extraño. La mera naturaleza no tiene todavía un significado en sí misma, pero es ya suficientemente interesante para ser estudiada y representada por sí.
En la literatura burguesa de la Baja Edad Media, en la fábula y la farsa, en la novela en prosa y el cuento, se manifiesta ya un naturalismo totalmente profano, jugoso y recio, que se opone de la forma más extrema al idealismo de las novelas caballerescas y a los sentimientos sublimados de la lírica amorosa aristocrática. Por vez primera encontramos aquí caracteres vivos y verdaderos. Comienza ahora el predominio de la psicología en la literatura, la Divina Comedia está llena de ellos. lo más importante no es la individualidad psicológica de las figuras, sino su significación simbólica. Las figuras no tienen en sí mismas su sentido ni la razón de su existencia, sino que reflejan más bien un significado que trasciende su existencia individual. El verdadero impulso que lleva a la observación psicológica proviene del conocimiento de los hombres y la justa valoración psicológica del prójimo, con vistas al negocio, son los requisitos intelectuales más importantes para el comerciante. Las condiciones de la vida urbana y de la economía monetaria, que arrancan al hombre de un mundo estático vinculado a la costumbre ya la tradición y le lanzan a otro en el que las personas y las circunstancias cambian constantemente, explican también que el hombre sienta ahora un interés nuevo por las cosas de su contorno inmediato. Puesto que este contorno es ahora el verdadero teatro de su vida, en él ha de mantenerse; pero para mantenerse en él, ha de conocerlo. Y así, todo detalle de la vida se convierte en objeto de observación y de representación. No sólo el hombre, sino también los animales y las plantas, no sólo la naturaleza viviente, sino también los enseres, los vestidos y los arreos se convierten en temas que poseen una validez artística intrínseca. El hombre de la época burguesa de la Baja Edad Media Está, por decirlo así, al borde del camino por el que discurre la vida multicolor, inextinguible e incontenible, y no sólo encuentra muy digno de observación todo lo que allí se desarrolla, sino que se siente complicado en aquella vida y en aquella actividad. El “panorama de viaje” es el tema pictórico más típico de la época, y la procesión de peregrinos del Altar de Gante es en cierto modo el paradigma de su visión del mundo. El arte del gótico tardío torna siempre a representar al caminante, al pasajero, al viajero; busca sobre todo despertar la ilusión del camino, y sus figuras están animadas de un deseo de movimiento y de una pasión por el vagabundaje. Las pinturas pasan ante el espectador como cuadros de una procesión, y él es espectador y actor a un tiempo.
Hay, pues, que atribuir a la nueva visión “cinematográfica”, determinada por el dinámico sentido de la vida, el que la Baja Edad Media sea capaz de representar el espacio real, el espacio como nosotros lo entendemos. Esta hazaña no la habían logrado realizar ni la Antigüedad clásica ni la Alta Edad Media. A esta peculiaridad deben sobre todo las obras del gótico tardío su carácter naturalista. Y aunque comparado con el concepto renacentista de la perspectiva el espacio ilusorio de la Baja Edad Media resulte todavía inexacto e incoherente, esta nueva representación del espacio manifiesta ya el nuevo sentido realista de la burguesía. Incluso la pintura de Van Eyck, por ejemplo, que nos parece tan burguesa, se desarrolla en la vida de la corte y está destinada a los círculos cortesanos y a la burguesía ilustre asociada con ellos.
Pero lo curioso –y esto revela del modo más claro el triunfo del espíritu burgués sobre el caballeresco- es que incluso en el arte cortesano, y hasta en su forma más lujosa, la miniatura, predomina el naturalismo de la burguesía. Los Libros de Horas miniados de los duques de Borgoña y del duque de Berry representan no sólo el comienzo del “cuadro de costumbres”, esto es, del género pictórico burgués por excelencia, sino que son en cierto modo el origen de toda la pintura burguesa, desde el retrato hasta el paisaje.
Los frescos monumentales son sustituidos por los cuadros, y la miniatura aristocrática, por las artes gráficas. La pintura se independiza de la arquitectura por medio de la tabla, convirtiéndose así en objeto de adorno de la vivienda burguesa.
Los grabados en madera y en cobre son los primeros productos populares y relativamente baratos de arte. La técnica de la reproducción mecánica hace posible en este campo lo que en la literatura se había conseguido por medio de los grandes auditorios y de la repetición de las representaciones. El grabado es el paralelo popular de la miniatura aristocrática; lo que significaban para príncipes y magnates los códigos minados, son para la gente burguesa los grabados sueltos o en colecciones, vendidos en las ferias o en las puertas de las iglesias. La tendencia popularizante del arte es ahora tan fuerte que el grabado en madera, más ordinario y más barato, triunfa no sólo sobre la miniatura, sino también sobre el grabado en cobre más delicado y más costoso.
El hecho de que la obra de arte pierda poco a poco aquel carácter mágico, aquel “aura” que poseía todavía en la Alta Edad Media, y muestre una tendencia que corresponde al “desencantamiento de la realidad” producido por el racionalismo burgués, se debe en parte a que ya no es única e insustituible, sino que puede ser reemplazada por su reproducción mecánica.
El grabado reproducido mecánicamente, que circula en muchos ejemplares y es difundido casi exclusivamente por medio de intermediarios, tiene, con respecto a la obra de arte original, un manifiesto carácter de mercancía.
En el siglo XV surgen estudios en los que se copian también manuscritos en serie y se ilustran rápidamente a pluma, exponiéndose luego los ejemplares para la venta, como en una librería. También los pintores y los escultores comienzan a trabajar en forma masiva y se impone así también en el arte el principio de la producción impersonal de mercancías. Para la Edad Media, que hacía hincapié no en la genialidad, sino en la artesanía de la creación artística, no era la mecanización de la producción tan difícil de compaginar con la esencia del arte como para los tiempos modernos, o como lo hubiese sido ya para el Renacimiento si la tradición medieval del arte como actividad artesana no hubiera puesto algún límite a la difusión de su concepto de la genialidad.
[1] Esta es una verdadera transición de los poetas.

LA DIALÉCTICA DEL GÓTICO.

LA DIALÉCTICA DEL GÓTICO.
Por JoséLuisDomínguez.
La movilidad espiritual del período gótico puede, en general, estudiarse mejor en las obras de las artes plásticas que en las creaciones de la poesía. La se impone en las artes plásticas de manera más rápida y radical que en la poesía.
El gran giro del espíritu occidental se consuma aquí, en las artes plásticas, de manera más evidente que en las formas representativas de la poesía; y es también en las artes plásticas donde más pronto se observa que el interés del artista comienza a desplazarse desde los grandes símbolos y las grandes concepciones metafísicas a la representación de lo directamente experimentable, de lo individual y lo visible.
Todo expresa lo divino a su manera, y todo tiene, por tanto, para el arte un valor y un sentido propios. Y aun cuando por el momento las cosas sólo merezcan atención en cuanto dan testimonio de Dios, y estén ordenadas en una rigurosa escala jerárquica según su grado de participación en lo divino, la idea de que ninguna categoría del ser, por baja que sea, es totalmente insignificante ni está completamente olvidada de Dios, y no es por tanto, indigna por completo de la atención del artista, señala el comienzo de una nueva época. También en el arte prevalece, sobre la idea de un Dios existente fuera del mundo, la imagen de una potencia divina operante dentro de las cosas mismas. El Dios que “imprime el movimiento desde fuera” corresponde a la mentalidad autocrática del antiguo feudalismo; el Dios presente y activo en todos los órdenes de la naturaleza corresponde a la actitud de un mundo más liberal, que no excluye completamente ya la posibilidad del ascenso en la escala social.
El ojo ha de abrirse primeramente a la naturaleza antes de que pueda descubrir en ella rasgos individuales.
El naturalismo del gótico se expresa de forma mucho más coherente y clara en la representación del hombre que en los cuadros de paisajes. Allí encontramos por todas partes una concepción artística totalmente nueva, opuesta por completo a la abstracción y a la estereotipia románicas.
El artista tuvo que conocer personalmente a aquel viejo sencillo, de aspecto campesino, con pómulos salientes, nariz corta y ancha, y los ojos un poco oblicuamente cortados.
La sensibilidad para lo individual es uno de los primeros síntomas de la nueva dinámica. Es asombroso cómo surge súbitamente la sensibilidad para la vida común y cotidiana, cómo se aprende rápidamente a observar de nuevo, a mirar “bien” otra vez, cómo nuevamente se encuentra placer en lo casual y en lo trivial.
La consideración de los pequeños detalles característicos se convierta en fuente de las más grandes bellezas poéticas.
La idea de que la representación de un objeto verdadero en sí, para ser artísticamente correcta debe conformarse a la experiencia de los sentidos, y de que, por tanto, el valor artístico y el valor ideal de una representación no tienen, en absoluto, porqué estar de acuerdo, concibe la relación de los valores de una forma totalmente nueva, en comparación con la concepción de la Alta Edad Media, y significa, en realidad, simplemente la aplicación al arte de la doctrina, bien conocida, de la filosofía de la época acerca de la “doble verdad”.
¿Qué podría ser más inconcebible para una época firme en su fe que el que existan dos fuentes distintas de verdad, que fe y ciencia, autoridad y razón, teología y filosofía se contradigan y, a pesar de ello, ambas, a su manera, puedan testimoniar una misma verdad?
El desplazamiento de los fundamentos filosóficos de la concepción medieval del mundo y el paso de la metafísica desde el realismo al nominalismo sólo se tornan comprensibles si se los pone en relación con su fondo sociológico.
El realismo es la expresión de una visión del mundo estática y conservadora; el nominalismo, por el contrario, de una visión dinámica, progresiva y liberal. El nominalismo, que asegura a todas las cosas singulares una participación en el Ser, corresponde a un orden de vida en el que también aquellos que se encuentran en los últimos peldaños de la escala social tienen una posibilidad de elevarse.

El dualismo que determina las relaciones del arte gótico con la naturaleza se manifiesta también en la solución de los problemas de composición de este arte. De un lado, el gótico supera la técnica de composición ornamental del arte románico, que estaba inspirada sobre todo en el principio de la coordinación, y la sustituye por una forma más cercana al arte clásico, guiada por el principio de la concentración; pero, por otro lado, disgrega la escena –que en el arte románico estaba al menos dominada por una unidad decorativa- en distintas composiciones parciales que, particularmente, están dispuestas, es verdad, según el criterio clásico de unidad y subordinación, pero que en su totalidad revelan una acumulación de motivos bastante indiscriminada.
La nueva tendencia artística, que hacía que las catedrales góticas quedasen frecuentemente sin terminar, su hostilidad a las formas conclusas, que nos causa la impresión –como ya se la causaba a Goethe- de que un edificio terminado no está en realidad terminado, es decir, que es infinito, que está concebido en un eterno devenir, aquel prurito de amplitud, aquella incapacidad para reposar en una conclusión, se expresan en los Misterios de la Pasión en forma ciertamente muy ingenua, pero por ello mismo tanto más clara.
El dualismo que se expresa en las tendencias económicas, sociales, religiosas y filosóficas de la época, en las relaciones entre economía de consumo y economía comercial, feudalismo y burguesía, trascendencia e inmanencia, realismo y nominalismo, y determina tanto las relaciones del estilo gótico con la naturaleza como los criterios de composición, nos sale al encuentro al mismo tiempo en la polaridad de racionalismo e irracionalismo del arte gótico, principalmente de su arquitectura.
Ambos la consideraban, en una palabra, como un arte en el que predominaba una necesidad abstracta, opuesta a la irracionalidad de los motivos estéticos; ambos la interpretaban, y así la interpretó también todo el siglo XIX, como un “arte de cálculo e ingeniería”, que toma su inspiración de lo práctico y lo útil y cuyas formas expresan simplemente la necesidad técnica y la posibilidad constructiva. Se quiso deducir los principios formales de la arquitectura gótica, sobre todo su verticalismo mareante, de la bóveda de crucería, esto es, de un descubrimiento técnico. Esta teoría tecnicista cuadraba maravillosamente a la estética racionalista del siglo, según la cual en una auténtica obra de arte no había nada que pudiera variarse.
El hallazgo de la bóveda de crucería representa el momento auténticamente creador en la génesis del gótico, y las formas artísticas particulares no son más que la consecuencia de esta conquista técnica.
Intención artística y técnica no se dan separadas una de la otra en ninguna fase de la génesis de una obra de arte, sino que aparecen siempre en un conjunto del que sólo teóricamente pueden separarse.
Desde el gótico, todo gran arte, con la excepción de escasos y efímeros clasicismos, tiene algo de fragmentario en sí, posee una imperfección interna o externa, una detención voluntaria o involuntaria antes de pronunciar la última palabra. Al espectador o al lector le queda siempre algo por hacer. El artista moderno se estremece ante la última palabra, porque siente la inadecuación de todas ellas. Es este un sentimiento desconocido antes del gótico.
Pero un edificio gótico no es sólo un sistema dinámico en sí, sino que además moviliza al espectador y transforma el acto del disfrute del arte en un proceso que tiene una dirección determinada y un desarrollo gradual.
El arte griego de los comienzos de la democracia se encontraba en condiciones sociales análogas a las del gótico, suscitaba en el espectador una actividad semejante. También entonces el espectador era arrancado de la tranquila contemplación de la obra de arte y obligado a participar internamente en el movimiento de los temas representados. La disolución de la forma cúbica cerrada y la emancipación de la escultura frente a la arquitectura son los primeros pasos del gótico en el camino hacia aquella rotación de las figuras por medio de la cual el arte clásico movilizaba al espectador. El paso decisivo es ahora, como entonces, la supresión de la frontalidad. Este principio se abandona ahora definitivamente; en lo sucesivo, sólo reaparece durante brevísimos períodos, y seguramente sólo dos veces en total: a principios del siglo XVI y a finales del siglo XVIII. La frontalidad, con el rigorismo que supone para el arte, es en lo sucesivo algo programático y arcaizante y nunca plenamente realizable. También en este aspecto significa el gótico el comienzo de una tradición nunca abolida hasta el momento presente y con la que ninguna otra posterior puede rivalizar en significación y contenido.
A pesar de la semejanza entre la “ilustración” griega y la medieval y sus consecuencias para el arte, el etilo gótico es el primero que consigue sustituir la tradición antigua por algo completamente nuevo, totalmente opuesto al clasicismo, pero no inferior a él en valor. Hasta el gótico no se supera efectivamente la tradición clásica. El carácter trascendente del gótico era ya propio, ciertamente, del arte románico; éste, incluso, en muchos aspectos, fue mucho más espiritualizado que cualquier otro arte posterior, pero estaba formalmente mucho más cerca de la tradición clásica que el gótico y era mucho más sensualista y mundano. El gótico está dominado por un rasgo que buscamos inútilmente en el arte románico y que constituye la auténtica novedad frente a la Antigüedad clásica. Su sensibilidad es la forma especial en que se compenetran el espiritualismo cristiano y el sensualismo realista de la época gótica. La intensidad afectiva del gótico no era nueva en sí; la época clásica tardía fue también sentimental e incluso patética, y también el arte helenístico quería conmover y arrebatar, sorprender y embriagar los sentidos. Pero era nueva la intimidad expresiva que da a toda obra de arte del período gótico y posterior a él un carácter de confesión personal. Y aquí encontramos otra vez aquel dualismo que invade todas las formas en que se manifiesta el gótico. El carácter de confesión del arte moderno, que presupone la autenticidad y unidad de la experiencia del artista, tiene, desde entonces, que imponerse contra una rutina cada vez más impersonal y superficial. Pues apenas el arte supera los últimos restos de primitivismo, apenas alcanza la etapa en que no ha de luchar ya con sus propios medios de expresión, aparece el peligro de una técnica siempre preparada y aplicable a discreción. Con el gótico comienza el lirismo del arte moderno, pero con él comienza también el moderno virtuosismo.

EL ROMANTICISMO DE LA CABALLERÍA CORTESANA.


INTRODUCCIÓN AL ARTE.
MAESTRA KOLDOVIKE IBARRA.
TAREA 6.- LECTURAS COMENTADAS.

EL ROMANTICISMO DE LA CABALLERÍA CORTESANA.
Por José Luis Domínguez.
La aparición del estilo gótico da lugar al cambio más profundo de la historia del arte moderno. Sólo el gótico vuelve a crear obras artísticas cuyas figuras tienen proporciones normales, se mueven con naturalidad y son, en el sentido propio de la palabra, “bellas”. ¿Cómo se llegó a este radical cambio de estilo? ¿Cómo nació la nueva concepción artística, tan próxima a nuestra sensibilidad de hoy? ¿A qué cambios esenciales, en la economía y en la sociedad, estuvo vinculado el nuevo estilo?
De esta época proceden, ante todo, los comienzos de la economía monetaria y mercantil y los primeros signos de la resurrección de la burguesía ciudadana dedicada a la artesanía y el comercio. Las “poleis” de la Antigüedad ante todo en que estas últimas eran principalmente centros administrativos y políticos, mientras que las ciudades de la Edad Media lo son casi exclusivamente del intercambio de mercancías y en ellas la dinamización de la vida se realiza de forma más rápida y radical que en las comunidades urbanas del mundo antiguo. Es difícil dar una respuesta acerca de qué fue primero, si el aumento de la producción industrial y la ampliación de la actividad de los comerciantes, o la mayor riqueza en medios monetarios y la atracción hacia la ciudad. Es igualmente posible que el mercado se ampliara porque hubiera aumentado la capacidad de compra de la población, y el florecimiento de la artesanía se hiciese posible por haberse acrecentado la renta territorial , o que la renta de la tierra aumentara a consecuencia de los nuevos mercados y de las nuevas y acrecentadas necesidades de las ciudades.
La cultura tuvo una importancia decisiva la creación de dos nuevas clases profesionales: la de los artesanos y la de los comerciantes. La población campesina, una parte de la cual, ya desde muy pronto, fabricó productos de artesanía para el mercado libre, no constituía, sin embargo, una producción regular, sólo se ejercitaba cuando la pequeña finca no bastaba para mantener una familia.
A partir del siglo XII hay, empero, junto a estos productores primitivos, una clase de artesanos no sólo existente por sí, sino urbana, y que trabajaba regularmente, y otra de comerciantes especializada y concentrada como una verdadera clase profesional.
“Economía urbana”, según Bucher, significa “producción por encargo” que se diferencia del estadio siguiente – la “economía nacional”- en que el cambio de bienes se realiza todavía en forma de “intercambio directo”, no realiza la producción para almacenarla ni para el mercado libre, sino sólo por encargo directo y para consumidores determinados, conocidos por el productor.
Esta característica del modo de producción “urbano” repercute, desde luego, también en el arte, y produce, por una parte, en oposición al período románico, una mayor independencia del artista, pero, por otra, a diferencia de lo que ha ocurrido en la época moderna, no permite la aparición del artista desconocido, ajeno al público, que crea en el vacío de la intemporalidad.
El comerciante representa el espíritu de la economía monetaria en su forma más pura y es el tipo más progresivo de la sociedad moderna, orientada al beneficio y la ganancia: el capital móvil del negocio.
Fue el comercio el primero en poner de nuevo en movimiento el capital estéril y muerto. Por él, el dinero se convierte no sólo en el medio general de cambio y pago, no sólo en la forma favorita de la acumulación de fortuna, sino que comienza también a “trabajar”, se vuelve otra vez productivo.
La movilización de la propiedad, su mayor facilidad para ser cambiada, su transferibilidad y posibilidad de acumularse hacen a los individuos más libres de las dependencias naturales y sociales en que habían nacido. Inteligencia, aptitud para los negocios, sentido de la realidad, habilidad en las combinaciones. Ahora son las cualidades intelectuales, y no las irracionales del nacimiento y de la educación, las que confieren el prestigio.
Se dio el paso hacia métodos de producción más intensivos y racionales, y todo fue orientado a producir más de lo que se necesitaba. El exceso de producción beneficiaba, en primer lugar, a los campesinos. Nace una burguesía no muy aceptada al principio, sino hasta el siglo XIII, que logra ser considerada como una clase que, aunque todavía no es plenamente respetable, de alguna manera merece atención. Desde ese momento, como tercer estado, que determinará el curso de la historia moderna y dará su importancia al Occidente, está en la vanguardia de la evolución social.
La consecuencia inmediata de la aparición de una economía urbana y comercial es la tendencia hacia la nivelación de las antiguas diferencias sociales. El dinero, empero, introduce nuevos antagonismos. Al principio el dinero sirve de puente entre las clases que estaban separadas por los privilegios del nacimiento.
Los antagonismos de clase de aquí provenientes se sobreponen, cruzan o exacerban las antiguas diferencias. Todas las gentes de la misma profesión o de parecida situación económica son, de un lado, iguales entre sí en dignidad y en nacimiento, y de otro, en cambio, se enfrentan como antagonistas implacables.
Entre la nobleza y los campesinos no libres se ha intercalado una nueva clase que recibe refuerzos de ambas partes. El abismo existente entre libres y siervos ha perdido su antigua profundidad; los siervos han pasado, en parte, a ser arrendatarios; en parte han huido a la ciudad y se han convertido en jornaleros libres. Por primera vez se encuentran en situación de disponer libremente de sí mismos y hacer contratos de trabajo. La introducción de los jornaleros en dinero, en lugar de los antiguos pagos en especie, trae consigo libertades nuevas completamente inimaginables hasta entonces. Aparte de que ahora el trabajador puede gastar su jornal a capricho –esta ventaja tenía que realzar esencialmente la conciencia de sí mismo-, puede también procurarse más fácilmente que antes tiempo libre y está en condiciones de dedicar sus ocios a lo que le plazca.
Aparte de ciertos géneros literarios, como, por ejemplo, el fabliau, la poesía sigue estando exclusivamente dirigida a las clases más altas. Existen, desde luego, poetas de origen burgués, y precisamente en las cortes, pero en la mayoría de los casos, no son más que los portavoces de la caballería y los representantes del gusto aristocrático.
El arte de las catedrales góticas es urbano y burgués; lo es, en primer lugar, en contraposición al románico, que era un arte monástico y aristocrático. Finalmente, porque estas construcciones de iglesias son inimaginables sin la riqueza de las ciudades y porque ningún príncipe eclesiástico hubiera podido sufragarlas con sólo sus medios. Pero no sólo el arte de las catedrales delata las huellas de la mentalidad burguesa, sino que toda la cultura caballeresca es, en cierto modo, un compromiso entre el antiguo sentimiento feudal y jerárquico de la vida y la nueva actitud burguesa y liberal.
Con el tráfico internacional florece también el comercio artístico. Hasta entonces el cambio de propiedad de las obras de arte, ante todo de manuscritos miniados y de productos de las artes industriales, se había realizado en forma de regalos ocasionales o mediante ejecución de encargos directos especiales.
En todos los terrenos de la vida se puede observar un universalismo, una tendencia internacional y cosmopolita que remplaza el viejo particularismo.
Es verdad que al menos al principio los conocimientos que presuponía el ejercicio del comercio –escribir, leer y contar- eran suministrados por clérigos, pero nada tenían que ver con la educación de los clérigos, ni con la gramática latina y la retórica. El comercio con el exterior exigía incluso algún conocimiento de lenguas, pero no de latín. La consecuencia fue que por todas partes la lengua vulgar logró acceso a las escuelas de latín, que ya en el siglo XII existían en todas las grandes ciudades. La enseñanza de la lengua vulgar trajo consigo la desaparición del monopolio educativo de los eclesiásticos y la secularización de la cultura, y finalmente condujo a que en el siglo XIII hubiera ya seglares cultos que no sabían latín.
En los primeros tiempos también los príncipes y barones, los condes y los grandes terratenientes habían sido guerreros, y fueron premiados con sus propiedades ante todo por la prestación de servicios militares[1].
La caballería, en gran parte salida de las filas de los ministeriales, se convirtió en este nuevo elemento militar. No existía diferencia alguna entre los acompañantes libres o serviles del noble señor; hasta la constitución de la caballería ambos grupos formaban meramente parte de la comitiva.
El hecho de que las barreras de la nobleza se abran y que el pobre diablo integrante de una comitiva que posee un pequeño señorío pertenezca en lo sucesivo a la misma clase caballeresca que su rico y poderoso señor feudal, constituye la gran novedad de la historia social de la época. Los ministeriales de ayer, que estaban en un escalón social más bajo que los labradores libres, son ahora ennoblecidos y pasan de uno de los hemisferios del mundo medieval al otro, al hemisferio ambicionado por todos, al hemisferio de los privilegiados.
En lo sucesivo, solamente los hijos de caballeros pueden llegar a ser caballeros. Ahora no son suficientes, para ser considerado noble, ni la capacidad de recibir un feudo ni el elevado estilo de vida; se precisan ya unas condiciones estrictas y todo el ritual necesario para ser investido solemnemente con la condición de caballero. Es ahora cuando los principios de conducta y el sistema ético de la nobleza adquieren aquella claridad y aquella intransigencia que nos son conocidos por la épica y la lírica caballeresca.
Es un fenómeno bien conocido, que se repite frecuentemente en la historia de las clases sociales, el que los nuevos miembros de una clase privilegiada son, en sus opiniones sobre la cuestión de los principios de clase, más rigoristas que los viejos representantes de la clase y poseen de las ideas que integran el grupo y lo distinguen de otros una conciencia más fuerte que aquellos que han crecido en estas ideas. El homo novus tiende siempre a compensan con creces su propio sentimiento de inferioridad y le gusta hacer hincapié en los presupuestos morales de los privilegios que disfruta. Así ocurre también en este caso. La nueva caballería procedente de los ministeriales es, en las cuestiones que atañen al honor de clase, más rígida e intolerante que la vieja aristocracia de nacimiento[2].
Todas las creaciones culturales de la caballería, tanto su sistema ético como su nueva concepción del amor y su poesía, de ella derivada, muestran el mismo antagonismo entre tendencias mundanas y supramundanas, sensuales y espirituales[3].
La ética caballeresca no ha hecho otra cosa que suavizar el ideal heroico de aquella época y revestirlo con nuevos rasgos sentimentales, pero ha mantenido sus principios. La nueva actitud frente a la vida se expresa, en su forma más pura e inmediata, en las virtudes propiamente “caballerescas” y “señoriales”: de un lado, la generosidad para con el vencido, la protección al débil y el respeto a las mujeres, la cortesía y la galantería; de otro, las cualidades que son características también del caballero en el sentido moderno de la palabra: la liberalidad y el desinterés, el desprecio del provecho y las ventajas, la corrección deportiva y el mantenimiento a toda costa del propio decoro.
La caballería siente amenazada su existencia material por la economía monetaria burguesa y se revuelve con odio y desprecio contra el racionalismo económico, contra el cálculo y la especulación, el ahorro y el regateo de los comerciantes. Su estilo de vida, inspirado en el principio de noblesse obligue, en su prodigalidad, en su gusto por las ceremonias, en su desprecio de todo trabajo manual y de toda actividad regular de lucro, es totalmente antiburgués.
La cultura de la caballería medieval es la primera forma moderna de una cultura basada en la organización de la corte, la primera en la que existe una auténtica comunión espiritual entre el príncipe, los cortesanos y el poeta.
La cultura cortesana medieval se distingue de toda otra cultura cortesana anterior en que es una cultura específicamente femenina. Es femenino no sólo en cuanto que las mujeres intervienen en la vida intelectual de la corte y contribuyen a la orientación de la poesía, sino, también, porque en muchos aspectos los hombres piensan y sienten de manera femenina.
Y no está dicho todo con decir que los hombres deben a las mujeres su formación estética y moral, y que las mujeres son la fuente, el argumento y el público de la poesía. Los poetas no sólo se dirigen a las mujeres, sino que ven también el mundo a través de los ojos de ellas. La mujer, que en los tiempos antiguos era simplemente propiedad del hombre, botín de guerra, motivo de disputa, esclava, y cuyo destino estaba sujeto aún en la Alta Edad Media al arbitrio de la familia y de su señor, adquiere ahora un valor incomprensible a primera vista.
La acción de la Ilíada gira en torno a dos mujeres, pero no en torno al amor. Tanto Helena como Briseida hubieran podido ser sustituidas por cualquier otro motivo de disputa sin que la obra se hubiera modificado en lo esencial.
En la Antigüedad se tenía preferencia por los mitos y las historias de héroes; en la Alta Edad Media, por las de héroes y santos; cualquier que fuese el papel desempeñado por el motivo amoroso en ellas, estaba desprovisto de todo brillo romántico.
En contraste con la poesía de la Antigüedad y de la Alta Edad Media, la poesía caballeresca se caracteriza por el hecho de que en ella el amor, a pesar de su espiritualización, no se convierte en un principio filosófico, como en Platón o en el neoplatonismo, sino que conserva su carácter sensual erótico, y precisamente como tal opera el renacimiento de la personalidad moral. En la poesía caballeresca es nuevo el culto consciente del amor, el sentimiento de que debe ser alimentado y cultivado; es nueva la creencia de que el amor es la fuente de toda bondad y toda belleza, y que todo acto torpe, todo sentimiento bajo significa una traición a la amada; son nuevas la ternura e intimidad del sentimiento, la piadosa devoción que el amante experimenta en todo pensamiento acerca de su amada; es nueva la infinita se de amor, inapagada e inapagable porque es ilimitada; es nueva la felicidad del amor, independiente de la realización del deseo amoroso, y que continúa siendo la suprema beatitud, incluso en el caso del más amargo fracaso; son nuevos, finalmente, el enervamiento y el afeminamiento, causados en el varón por el amor.
En las chansons de geste son todavía las mujeres las que inician las insinuaciones; sólo a la caballería le parece este comportamiento descortés e inconveniente. Se ha dicho que la transferencia de la canción de homenaje desde el señor a la señora se debió, sobre todo, a las largas y repetidas ausencias de los príncipes y barones, complicados en sus correrías guerreras, de sus cortes y ciudades, ausencias en las que el poder feudal era ejercido por las mujeres. Nada era más natural que el que los poetas que estaban al servicio de tales cortes cantaran en forma cada vez más galante las alabanzas de la señora buscando así la vanidad femenina. La tesis de Wechssler, de que todo el servicio a la dama, o sea, todo el culto cortesano del amor y las formas galantes de la lírica amorosa caballeresca no son realmente obra de los hombres, sino de las mujeres, y que los hombres sólo sirven de instrumento a las mujeres, no se debe rechazar totalmente.
De todas maneras, el modo de expresión de la poesía amorosa caballeresca, se refiera a relaciones auténticas o a relaciones ficticias, aparece, desde el primer momento, como un rígido convencionalismo literario. La lírica trovadora es una “poesía de sociedad”, en la que incluso la experiencia real debe encubrirse con las formas rígidas de la moda imperante. Todas las composiciones cantan a la mujer amada en la misma forma, dotada de las mismas gracias, y la representación como encarnación de las mismas virtudes e idéntica belleza; todas las composiciones están integradas por las mismas retóricas, como si todas fueran obra de un solo poeta.
El amor caballeresco no es, seguramente, más que una variante de las relaciones de vasallaje, y, como tal, “insincero”. Su núcleo erótico es auténtico, aunque se disfrace. La expresión de un sentimiento ficticio no carece de “antecedentes” en la historia de la literatura, como se ha observado; pero el mantenimiento de semejante ficción a lo largo de generaciones sí carece de ellos.
En todas partes, en las cortes y en los castillos, hay muchos hombres y muy pocas mujeres. Los hombres del séquito, que viven en la corte del señor, son generalmente solteros. Las doncellas de las familias nobles se educan en los conventos y apenas si se consigue verlas. La princesa o la castellana constituye el centro del círculo, y todo gira en torno a ella. Los caballeros y los cantores cortesanos rinden todos homenaje a esta dama noble y culta, rica y poderosa, y, con mucha frecuencia, joven y bella. El contacto diario, en un mundo cerrado y aislado, de un grupo de hombres jóvenes y solteros con una mujer deseable en tantos aspectos, las ternuras conyugales que ellos debían involuntariamente presenciar, y el pensamiento siempre presente de que la mujer pertenece por completo a uno y sólo a uno, tenían que suscitar en este mundo aislado una elevada tensión erótica que, dado que en la mayoría de los casos no podía hallar otra satisfacción, encontraba expresión en la forma sublimada del enamoramiento cortesano.
El comienzo de este nervioso erotismo data del momento en que muchos de estos jóvenes que viven en torno a la señora han llegado de niños a la corte y a la casa y han permanecido bajo la influencia de esta mujer durante los años más importantes para el desarrollo de un muchacho. Todo el sistema de la educación caballeresca favorece el nacimiento de fuertes vínculos eróticos. Hasta los catorce años el muchacho está guiado exclusivamente por la mujer. Después de los años de la infancia, que pasa bajo la protección de su madre, es la señora de la corte la que vigila su educación. Durante siete años está al servicio de esta mujer, la sirve en casa, la acompaña en sus salidas, y es ella quien le introduce en el arte de los modales, de las costumbres y de las ceremonias cortesanas. Todo el entusiasmo del adolescente se concentra sobre esta mujer, y su fantasía configura la forma ideal del amor a imagen suya.

El potente idealismo del amor cortesano caballeresco no puede engañarnos sobre su latente sensualismo ni impedirnos conocer que su origen no es otro que la rebelión contra el mandamiento religioso de la continencia.
Apenas hay una época en la historia de Occidente en la que la literatura hable tanto de belleza física y de desnudos, de vestirse y desnudarse, de muchachas y mujeres que bañan y lavan a los héroes, de noches nupciales y cohabitación, de visitas al dormitorio y de invitaciones al lecho, como en la poesía caballeresca de la Edad Media, que era, sin embargo, una época de tan rígida moral. Incluso una obra tan seria de tan altos fines morales como el Parcival, de Wolfram, está llena de situaciones cuya descripción toca en lo obsceno. Toda la época vive en una constante tensión erótica. Basta pensar en la extraña costumbre, bien conocida por las historias de torneos, de que los héroes llevasen sobres í, en contacto con su cuerpo, el velo o la camisa de la mujer amada y el efecto mágico atribuido a este talismán, para tener una idea de la naturaleza de este erotismo.
A pesar de su sensualismo, la poesía amorosa caballeresca es completamente medieval y cristiana, y sigue estando, pesar de su nueva tendencia a describir sentimientos personales (en marcado contraste con la poesía de la época románica), mucho más lejana de la realidad que el arte de los elegíacos romanos.
Fue la poesía clerical latina medieval la que ejerció la influencia externa más importante sobre la lírica amorosa cortesana.
En lo referente a la relación de la lírica amorosa caballeresca con la literatura clerical medieval, se debe hablar de fenómenos paralelos más que de influencias y préstamos. En lo que respecta a la parte técnica de su arte, los poetas cortesanos han aprendido mucho, indudablemente, de los clérigos, y al realizar sus primeros ensayos poéticos tenían en el oído las formas y ritmos de los cantos litúrgicos. Entre la autobiografía eclesiástica de aquella época, que, comparada con los bosquejos autobiográficos anteriores, tiene un carácter completamente nuevo y se podría incluso decir que moderno, y la poesía amorosa caballeresca, existen, asimismo, puntos de contacto, pero incluso esos mismos puntos, sobre todo la exaltada sensibilidad y el análisis más preciso de los estados de ánimo, están en relación con la transformación social general y la nueva valoración del individuo, y proceden, tanto en la literatura sacra como en la profana, de una raíz común histórico-sociológica.
Sean cualesquiera sus influencias y determinaciones, la poesía trovadoresca es poesía lírica, opuesta por completo al espíritu ascético jerárquico de la Iglesia. Con ella el poeta profano desplaza definitivamente al clérigo poetizante. Concluye así un período de cerca de tres siglos, en el que los monasterios fueron los únicos centros de la poesía.
La aparición del caballero como poeta significa una novedad tan completa que se puede considerar este momento como uno de los cortes más profundos habidos en la historia de la literatura[4].
Desde la aparición de la caballería, las antiguas narraciones heroicas abandonan las ferias, los pórticos de las iglesias y las posadas, y vuelven nuevamente a escalar las clases más altas, encontrando en todas las cortes un público interesado. Con ellos los juglares vuelven a ser estimados altamente. Naturalmente, quedan muy por debajo del caballero poeta y del clérigo, que no quieren ser confundidos con ellos, como los poetas y actores del teatro de Dioniso en Atenas no querían ser confundidos con los mimos, ni los skop de la época de las invasiones con los bufones.
El “estilo oscuro” (trovar clus), que se pone ahora de moda, la oscuridad rebuscada y enigmática, la acumulación de dificultades tanto en la técnico como en el contenido, no son otra cosa que un medio que sirve, por un lado, para excluir a las clases bajas e incultas del disfrute artístico de los círculos superiores, y, por otro, para distinguirse del montón de los bufones e histriones. El gusto por el arte difícil y complicado se explica, la mayoría de las veces, por una intención más o menos manifiesta de distinción social: el atractivo estético del sentido oculto, de las asociaciones forzadas, de la composición inconexa y rapsódica, de los símbolos inmediatamente evidentes y que nunca se agotan completamente, de la música difícilmente recordable, de la “melodía que al principio no se sabe cómo ha de terminar”, en una palabra, de toda la fascinación de los placeres y los paraísos secretos. La significación de esta tendencia aristocrática de los trovadores y su escuela se puede valorar justamente cuando se piensa que Dante estimaba sobre todos los poetas provenzales a Arnaut Daniel, el más oscuro y complicado.
El subjetivismo poético, la confesión lírica y todo el presuntuoso análisis de los sentimientos solamente son posibles como consecuencia de la nueva consideración del poeta.
Desde el primer momento, los cantores plebeyos estaban al servicio de los nobles aficionados, y más tarde, probablemente también los poetas caballeros empobrecidos sirvieron del mismo modo a los grandes señores en sus aficiones. En ocasiones, el poeta profesional que alcanzaba el triunfo recurría a los servicios de juglares más pobres. Los ricos aficionados y los trovadores más ilustres no recitaban sus propias composiciones, sino que las hacían recitar por juglares pagados. Surge así una auténtica división del trabajo artístico, que, al menos al principio, subrayaba fuertemente la distancia social entre el noble trovador y el juglar vulgar. Pero esta distancia disminuye paulatinamente y, como resultado de la nivelación, encontramos, más tarde, sobre todo en el norte de Francia, un tipo de poeta muy semejante ya al escritor moderno: ya no compone poesía para la declamación, sino que escribe libros para leer.
Las novelas de amor y de aventuras se escriben para la lectura privada, sobre todo de las damas. Se ha dicho que este predominio de la mujer en la composición del público lector ha sido la modificación más importante acaecida en la historia de la literatura occidental. Pero tan importante como ella es para el futuro la nueva forma de recepción del arte: la lectura.
Frente al recitado y la declamación, la lectura requiere una técnica narrativa completamente nueva: exige y permite el uso de nuevos efectos hasta hora completamente desconocidos. Por lo común, la obra poética destinada al canto o al recitado sigue, en cuanto a su composición, el principio de la mera yuxtaposición: se compone de cantos, episodios y estrofas aisladas, más o menos completas en sí mismos. El recitado puede interrumpirse casi por cualquier parte, y el erecto del conjunto no sufre apenas daño esencial se si pasan por alto algunas de las partes integrantes. La unidad de tales obras no reside en su composición, sino en la coherencia de la visión del mundo y del sentido de la vida que preside todas sus partes. Así está construida también la Chanson de Roland. Chrétien de Troyes, en cambio, emplea especiales efectos de tensión, dilaciones, digresiones y sorpresas, que resultan no de las partes aisladas de la obra, sino de la relación de estas partes entre sí, de su sucesión y contraposición.
Los poetas cortesanos, en contraposición conciente a los juglares vagabundos, tienden a convertirse en auténticos literatos, con todas las vanidades y todo el orgullo de los futuros humanistas.
El vagans es un clérigo o un estudiante que anda errabundo como cantor ambulante; es, pues, un clérigo huido o un estudiante perdulario, esto es, un déclassé, un bohemio, carece de todo respeto para la Iglesia y para las clases dominantes, es un rebelde y un libertino que se subleva, por principio, contra toda tradición y contra toda costumbre. En el fondo es una víctima del equilibrio social roto, un fenómeno de transición que aparece siempre que amplios estratos de población dejan de ser grupos estrechamente cerrados que predominan la vida de todos sus miembros, y se convierten en grupos más abiertos, que ofrecen mayor libertad pero menor protección.
Nada más natural que estén siempre dispuestos a vengarse, con el veneno y la hiel de su poesía, de la sociedad que los abandona. Los vagans escriben en latín, sus obras, al menos en su tendencia general, son poesía docta y de clase, que se dirige a un público relativamente restringido y culto.
La lírica amorosa de los vagantes se distingue de la de los trovadores sobre todo en que habla de las mujeres con más desprecio que entusiasmo, y trata del amor sensual con una inmediatez casi brutal, contribuyeron a la génesis de toda la literatura misógina y antirromántica.
Los fabliaux no son literatura específicamente burguesa en el sentido en que los cantos heroicos son literatura clasista de la nobleza guerrera, y las románticas novelas de amor, de la caballería cortesana. Los fabliaux son, en todo caso, una literatura aislada y autocrítica, y la autoironía de la burguesía que se expresa en ellas la hace agradable también para las clases superiores. El gusto del público noble por la literatura amena de la clase burguesa no significa, por lo demás que la nobleza encuentre esta literatura comparable a las novelas caballerescas cortesanas; la encuentra mucho más divertida, como las exhibiciones de los mimos, de los histriones y de los domadores de osos.
[1] ¿La historia se repite, es circular, o mera coincidencia con los sucesos de la Revolución Mexicana?
[2] Es lo que ocurre tal vez, con el fenómeno de los “pochos” o latinos norteamericanizados: se vuelven más papistas que el mismo Papa.
[3] Es cuando surge “El cantar del Mío Cid”.
[4] Este concepto es básico.

FEUDALISMO Y ESTILO ROMÁNICO.


INTRODUCCIÓN AL ARTE.
MAESTRA KOLDOVIKE IBARRA.
TAREA 5.- LECTURAS COMENTADAS.

FEUDALISMO Y ESTILO ROMÁNICO.
Por José Luis Domínguez.
2.- El feudalismo es la institución con la cual intentó resolver el siglo IX la falta de economía y de funcionarios preparados, pero, principalmente, la de un ejército a caballo y dotado con una armadura pesada.
Lo nuevo es el carácter feudal de las concesiones y el vasallaje de los favorecidos, es decir, la relación contractual y la alianza de lealtad, el sistema de los mutuos servicios y obligaciones; el principio de la recíproca fidelidad y de la lealtad personal, que ahora viene a sustituir a la antigua subordinación. El feudo, que al comienzo sólo era un usufructo, se convierte en hereditario en el curso del siglo IX.
La monarquía absolutista medieval llega con ello a su fin. A partir de este momento el rey no tiene más poder que el que le corresponde por sus propiedades privadas, ni más autoridad de la que tendría también en el caso de que poseyera sus territorios como mero feudo. El Estado feudal es una sociedad en pirámide con un punto abstracto en la cúspide. El rey hace guerras, pero no gobierna; gobiernan los grandes terratenientes, y no como funcionarios o mercancías, favoritos o arribistas, beneficiarios o prebendados, sino como señores territoriales independientes, que no basan sus privilegios en un poder administrativo procedente del soberano como fuente del Derecho, sino únicamente en su poder efectivo, directo y personal. En ninguna otra fase del desarrollo de Occidente dependieron las formas de la cultura tan exclusivamente de la visión del mundo, de los ideales sociales y de la orientación económica de una sola clase social relativamente reducida. La ruralización de la cultura, que ya se había iniciado en los finales del mundo antiguo, se consuma ahora. La economía se vuelve completamente agraria; la vida totalmente rústica. Las ciudades han perdido su importancia y su atracción; la absoluta mayoría de la población está encerrada en poblados pequeños dispersos, aislados unos de otros. La sociedad urbana, el comercio y el tráfico se han extinguido.
Kart Bucher ha designado este sistema como economía doméstica cerrada, y lo ha caracterizado como una autarquía en la que no existen en absoluto el dinero y el trueque.
La característica más peculiar de la economía de la Alta Edad Media consiste, sin duda, en que en ella falta todo estímulo para la reproducción y, en consecuencia, se mantiene sujeta a los métodos tradicionales y al ritmo acostumbrado en la producción, sin preocuparse de inventos técnicos ni de innovaciones en la organización. Al estático espíritu económico y a la petrificada estructura social corresponde también en la ciencia, el arte y la literatura de la época el dominio de un espíritu conservador, estrecho, inmóvil y apegado a los valores reconocidos.
Y así como en la economía faltan por completo el espíritu del racionalismo, la comprensión para los métodos exactos de producción y la aptitud para el cálculo y la especulación, y lo mismo que en la vida práctica no existe sentido del número exacto, la fecha precisa y la evaluación de las cantidades en general, de igual manera a esta época le faltan en absoluto las categorías del pensamiento basadas en el concepto de mercancía, de dinero y de ganancia. La idea del progreso es completamente desconocida en la Alta Edad Media. Existe una economía autárquica, cerrada, es decir, de tipo autosuficiente, entre campesinos y artesanos.
La organización del artesanado monacal ejerció una gran influencia en la evolución artística y cultural de la Edad Media. Su gran mérito: la producción artística llevada a cabo en orden y de manera racional. Formados por aristócratas, los monasterios se centraban en el desarrollo de las Bellas Artes.
Los monjes fueron los que enseñaron a Occidente a trabajar metódicamente, a ahorrar tiempo y a dividirlo, aprovechando racionalmente el día en horas mediante el toque de campana.
En general, no se empleaban más que la quincuagésima parte del tiempo de trabajo de todos los monjes en la transcripción de manuscritos. Los monasterios estaban dispuestos a contratar trabajadores y artistas hábiles para que les ayudaran en sus tareas.
La cultura, en la cual todo ámbito de la vida estaba en relación inmediata con la fe y con las verdades eternas, hacía prácticamente depender toda la vida intelectual de la sociedad, toda su ciencia y su arte, todo su pensamiento y su voluntad, de la autoridad de la iglesia. La concepción metafísico-religiosa, en la que todo lo terrenal estaba relacionado con el más allá, todo lo humano estaba referido a lo divino, y en la que cada cosa tenía que expresar su sentido trasmundano y una intención divina, fue utilizada por la Iglesia, ante todo, para dar validez plena a la teocracia jerárquica, basada en el orden sacramental.
El programa cultural absolutista de la Iglesia no llegó a ser una realidad plena hasta después del fin del siglo X, cuando el movimiento cluniacense dio vida a un nuevo espiritualismo y a una nueva intransigencia intelectual. El clero crea un estado de ánimo apocalíptico, de huida del mundo y anhelo de muerte, mantiene los espíritus en permanente excitación religiosa, predica el fin del mundo y el juicio final, organiza peregrinaciones y cruzadas, y excomulga a emperadores y reyes. Se construyen también las primeras grandes iglesias románicas, las primeras creaciones importantes del arte medieval en el sentido estricto de la palabra y junto a las grandes iglesias monásticas, las primeras grandes catedrales. Por eso en Alemania las grandes iglesias episcopales de esta época son consideradas y llamadas con razón “catedrales imperiales”, “fortalezas de Dios”, y realmente son grandes, firmes y macizas, como los castillos y fortalezas de la época; y son, además demasiado grandes para los fines mismos.
Si se quiere comprender el carácter voluminoso y opresor, serio y grave, del arte románico, se debe explicar por su “arcaísmo”, por su vuelta a las formas simples, estilizadas y geométricas. Este fenómeno está relacionado con circunstancias mucho más concretamente tangibles que la general tendencia autoritaria de la época. En otras palabras: ahora la producción artística no está sometida ni al gusto refinado y variable de la corte ni a la agitación intelectual de la ciudad: es, en muchos aspectos, más bárbara y primitiva que la producción artística de la época inmediatamente precedente, pero, por otra parte, arrastra consigo muchos menos elementos sin elaborar o sin asimilar que el arte bizantino y, sobre todo, el arte carolingio. El arte de la época romántica no habla ya en el lenguaje de una época de cultura receptiva, sino el de una renovación religiosa.
El arte era considerado no ya como objeto de placer estético, sino “como culto ampliado, como ofrenda, como sacrificio”. En este aspecto la Edad Media está mucho más cerca del primitivismo que la Antigüedad clásica.
El cambio rítmico de los estilos alcanza otra vez en el arte románico una fase de antinaturalismo y de formalismo. La cultura feudal, que es esencialmente antindividualista , prefiere también en el arte lo general y lo homogéneo, y se inclina a dar del mundo una representación en la que todo está reducido a tipos.
No sólo los animales y el follaje, sino la misma figura humana cumplen una función ornamental en el conjunto artístico de la iglesia; la figura humana se pliega y se tuerce, se estira y reduce, según el espacio que tiene que ocupar.
En el arte el cambio se realiza muy lentamente. La escultura constituye ciertamente un arte nuevo, olvidado desde la decadencia de la Antigüedad clásica, pero su lenguaje formal permanece ligado en lo esencial a las convenciones de la primitiva pintura románica; y, por lo que hace al estilo protogótico de las iglesias normandas del siglo XI, es considerado, con razón, como una forma del románico.
Ya las representaciones escenográficas del arte románico tardío son muchas veces producto de una fantasía desbordada y visionaria. Pero en las composiciones ornamentales, por ejemplo, en el pilar zoomorfo de la abadía de Souillac, esta fantasía se remonta a los absurdos del delirio. Hombres, animales, quimeras y monstruos se entremezclan en una única corriente de vida pululante y forman un caótico enjambre de cuerpos animales y humanos que, en muchos aspectos, recuerda las líneas enredadas de las miniaturas irlandesas y muestra que la tradición de este viejo arte no se ha apagado todavía, apero a la vez, que desde los tiempos de su florecimiento todo ha cambiado, y sobre todo, que el rígido geometrismo de la Alta Edad Media ha sido disuelto por el dinamismo del siglo XI.
Fenómenos como el excesivo alargamiento o los convulsivos gestos de las figuras ya no pueden ser explicados racionalmente, a diferencia de las proporciones antinaturales del arte cristiano primitivo, que se derivaban con una cierta lógica de la jerarquía espiritual de las figuras.
Si se comparan las figuras incorpóreas y extáticamente convulsionadas de este arte con las robustas y equilibradas figuras de héroes de la Antigüedad clásica, como se ha comparado el San Pedro de Moissac, con el Doríforo, resulta con toda claridad la peculiaridad de la concepción artística medieval. Frente al clasicismo, que se limita exclusivamente a lo corporalmente bello, a lo sensible y viviente y a lo formalmente regular, y que evita toda alusión a lo psíquico y espiritual, el etilo románico aparece como un arte que se interesa única y exclusivamente por la expresión anímica. Las leyes de este estilo no se rigen por la lógica de la experiencia sensible, sino por la visión interior.
La afición del arte románico a la ilustración crece continuamente, y al final es tan grande como su interés por la decoración.
El tema capital de la escultura románica tardía es el Juicio Final. Este es el tema que se elige con particular preferencia para los tímpanos de los pórticos. Producto de la psicosis milenarista del fin del mundo, es a la vez la más poderosa expresión de la autoridad de la Iglesia. En él se celebra el juicio de la Humanidad, y ésta, según que la Iglesia acuse o interceda, es condenada o absuelta. El arte no podía imaginar un medio más eficaz para intimidar a los espíritus que este cuadro del infinito pavor y de bienaventuranza eterna. La popularidad del otro gran tema del arte románico, la Pasión, significa una vuelta hacia el emocionalismo, aunque el modo de tratarlo siga moviéndose todavía casi siempre dentro de los límites del viejo estilo, no-sentimental y solemnemente ceremonioso.
El placer con que el arte románico tardío puede abismarse en la ilustración de una materia épica se manifiesta de la manera más directa en la Tapicería de Bayeaux, obra que, a pesar de estar destinada a una iglesia, manifiesta una concepción artística distinta de la del arte eclesiástico. Con un estilo admirablemente fluido, con muy variados episodios y con un amor sorprendente por el pormenor realista, narra la historia de la conquista de Inglaterra por los normandos. Se manifiesta en ella una difusa manera de narrar los acontecimientos, que anticipa la composición cíclica del arte gótico, marcadamente contrapuesto a los principios de unidad de la concepción artística románica.
El retrato se mueve de manera indecisa entre el arte sagrado y el profano. La pintura dedicatoria, que además de la persona que encargó u ordenó copiar el manuscrito representa también al copista y al pintor, abre, no obstante su solemnidad, el camino a un género muy personal, aunque por el momento tratado de forma estereotipada: el autorretrato.