LA DIALÉCTICA DEL GÓTICO.
Por JoséLuisDomínguez.
La movilidad espiritual del período gótico puede, en general, estudiarse mejor en las obras de las artes plásticas que en las creaciones de la poesía. La se impone en las artes plásticas de manera más rápida y radical que en la poesía.
El gran giro del espíritu occidental se consuma aquí, en las artes plásticas, de manera más evidente que en las formas representativas de la poesía; y es también en las artes plásticas donde más pronto se observa que el interés del artista comienza a desplazarse desde los grandes símbolos y las grandes concepciones metafísicas a la representación de lo directamente experimentable, de lo individual y lo visible.
Todo expresa lo divino a su manera, y todo tiene, por tanto, para el arte un valor y un sentido propios. Y aun cuando por el momento las cosas sólo merezcan atención en cuanto dan testimonio de Dios, y estén ordenadas en una rigurosa escala jerárquica según su grado de participación en lo divino, la idea de que ninguna categoría del ser, por baja que sea, es totalmente insignificante ni está completamente olvidada de Dios, y no es por tanto, indigna por completo de la atención del artista, señala el comienzo de una nueva época. También en el arte prevalece, sobre la idea de un Dios existente fuera del mundo, la imagen de una potencia divina operante dentro de las cosas mismas. El Dios que “imprime el movimiento desde fuera” corresponde a la mentalidad autocrática del antiguo feudalismo; el Dios presente y activo en todos los órdenes de la naturaleza corresponde a la actitud de un mundo más liberal, que no excluye completamente ya la posibilidad del ascenso en la escala social.
El ojo ha de abrirse primeramente a la naturaleza antes de que pueda descubrir en ella rasgos individuales.
El naturalismo del gótico se expresa de forma mucho más coherente y clara en la representación del hombre que en los cuadros de paisajes. Allí encontramos por todas partes una concepción artística totalmente nueva, opuesta por completo a la abstracción y a la estereotipia románicas.
El artista tuvo que conocer personalmente a aquel viejo sencillo, de aspecto campesino, con pómulos salientes, nariz corta y ancha, y los ojos un poco oblicuamente cortados.
La sensibilidad para lo individual es uno de los primeros síntomas de la nueva dinámica. Es asombroso cómo surge súbitamente la sensibilidad para la vida común y cotidiana, cómo se aprende rápidamente a observar de nuevo, a mirar “bien” otra vez, cómo nuevamente se encuentra placer en lo casual y en lo trivial.
La consideración de los pequeños detalles característicos se convierta en fuente de las más grandes bellezas poéticas.
La idea de que la representación de un objeto verdadero en sí, para ser artísticamente correcta debe conformarse a la experiencia de los sentidos, y de que, por tanto, el valor artístico y el valor ideal de una representación no tienen, en absoluto, porqué estar de acuerdo, concibe la relación de los valores de una forma totalmente nueva, en comparación con la concepción de la Alta Edad Media, y significa, en realidad, simplemente la aplicación al arte de la doctrina, bien conocida, de la filosofía de la época acerca de la “doble verdad”.
¿Qué podría ser más inconcebible para una época firme en su fe que el que existan dos fuentes distintas de verdad, que fe y ciencia, autoridad y razón, teología y filosofía se contradigan y, a pesar de ello, ambas, a su manera, puedan testimoniar una misma verdad?
El desplazamiento de los fundamentos filosóficos de la concepción medieval del mundo y el paso de la metafísica desde el realismo al nominalismo sólo se tornan comprensibles si se los pone en relación con su fondo sociológico.
El realismo es la expresión de una visión del mundo estática y conservadora; el nominalismo, por el contrario, de una visión dinámica, progresiva y liberal. El nominalismo, que asegura a todas las cosas singulares una participación en el Ser, corresponde a un orden de vida en el que también aquellos que se encuentran en los últimos peldaños de la escala social tienen una posibilidad de elevarse.
El dualismo que determina las relaciones del arte gótico con la naturaleza se manifiesta también en la solución de los problemas de composición de este arte. De un lado, el gótico supera la técnica de composición ornamental del arte románico, que estaba inspirada sobre todo en el principio de la coordinación, y la sustituye por una forma más cercana al arte clásico, guiada por el principio de la concentración; pero, por otro lado, disgrega la escena –que en el arte románico estaba al menos dominada por una unidad decorativa- en distintas composiciones parciales que, particularmente, están dispuestas, es verdad, según el criterio clásico de unidad y subordinación, pero que en su totalidad revelan una acumulación de motivos bastante indiscriminada.
La nueva tendencia artística, que hacía que las catedrales góticas quedasen frecuentemente sin terminar, su hostilidad a las formas conclusas, que nos causa la impresión –como ya se la causaba a Goethe- de que un edificio terminado no está en realidad terminado, es decir, que es infinito, que está concebido en un eterno devenir, aquel prurito de amplitud, aquella incapacidad para reposar en una conclusión, se expresan en los Misterios de la Pasión en forma ciertamente muy ingenua, pero por ello mismo tanto más clara.
El dualismo que se expresa en las tendencias económicas, sociales, religiosas y filosóficas de la época, en las relaciones entre economía de consumo y economía comercial, feudalismo y burguesía, trascendencia e inmanencia, realismo y nominalismo, y determina tanto las relaciones del estilo gótico con la naturaleza como los criterios de composición, nos sale al encuentro al mismo tiempo en la polaridad de racionalismo e irracionalismo del arte gótico, principalmente de su arquitectura.
Ambos la consideraban, en una palabra, como un arte en el que predominaba una necesidad abstracta, opuesta a la irracionalidad de los motivos estéticos; ambos la interpretaban, y así la interpretó también todo el siglo XIX, como un “arte de cálculo e ingeniería”, que toma su inspiración de lo práctico y lo útil y cuyas formas expresan simplemente la necesidad técnica y la posibilidad constructiva. Se quiso deducir los principios formales de la arquitectura gótica, sobre todo su verticalismo mareante, de la bóveda de crucería, esto es, de un descubrimiento técnico. Esta teoría tecnicista cuadraba maravillosamente a la estética racionalista del siglo, según la cual en una auténtica obra de arte no había nada que pudiera variarse.
El hallazgo de la bóveda de crucería representa el momento auténticamente creador en la génesis del gótico, y las formas artísticas particulares no son más que la consecuencia de esta conquista técnica.
Intención artística y técnica no se dan separadas una de la otra en ninguna fase de la génesis de una obra de arte, sino que aparecen siempre en un conjunto del que sólo teóricamente pueden separarse.
Desde el gótico, todo gran arte, con la excepción de escasos y efímeros clasicismos, tiene algo de fragmentario en sí, posee una imperfección interna o externa, una detención voluntaria o involuntaria antes de pronunciar la última palabra. Al espectador o al lector le queda siempre algo por hacer. El artista moderno se estremece ante la última palabra, porque siente la inadecuación de todas ellas. Es este un sentimiento desconocido antes del gótico.
Pero un edificio gótico no es sólo un sistema dinámico en sí, sino que además moviliza al espectador y transforma el acto del disfrute del arte en un proceso que tiene una dirección determinada y un desarrollo gradual.
El arte griego de los comienzos de la democracia se encontraba en condiciones sociales análogas a las del gótico, suscitaba en el espectador una actividad semejante. También entonces el espectador era arrancado de la tranquila contemplación de la obra de arte y obligado a participar internamente en el movimiento de los temas representados. La disolución de la forma cúbica cerrada y la emancipación de la escultura frente a la arquitectura son los primeros pasos del gótico en el camino hacia aquella rotación de las figuras por medio de la cual el arte clásico movilizaba al espectador. El paso decisivo es ahora, como entonces, la supresión de la frontalidad. Este principio se abandona ahora definitivamente; en lo sucesivo, sólo reaparece durante brevísimos períodos, y seguramente sólo dos veces en total: a principios del siglo XVI y a finales del siglo XVIII. La frontalidad, con el rigorismo que supone para el arte, es en lo sucesivo algo programático y arcaizante y nunca plenamente realizable. También en este aspecto significa el gótico el comienzo de una tradición nunca abolida hasta el momento presente y con la que ninguna otra posterior puede rivalizar en significación y contenido.
A pesar de la semejanza entre la “ilustración” griega y la medieval y sus consecuencias para el arte, el etilo gótico es el primero que consigue sustituir la tradición antigua por algo completamente nuevo, totalmente opuesto al clasicismo, pero no inferior a él en valor. Hasta el gótico no se supera efectivamente la tradición clásica. El carácter trascendente del gótico era ya propio, ciertamente, del arte románico; éste, incluso, en muchos aspectos, fue mucho más espiritualizado que cualquier otro arte posterior, pero estaba formalmente mucho más cerca de la tradición clásica que el gótico y era mucho más sensualista y mundano. El gótico está dominado por un rasgo que buscamos inútilmente en el arte románico y que constituye la auténtica novedad frente a la Antigüedad clásica. Su sensibilidad es la forma especial en que se compenetran el espiritualismo cristiano y el sensualismo realista de la época gótica. La intensidad afectiva del gótico no era nueva en sí; la época clásica tardía fue también sentimental e incluso patética, y también el arte helenístico quería conmover y arrebatar, sorprender y embriagar los sentidos. Pero era nueva la intimidad expresiva que da a toda obra de arte del período gótico y posterior a él un carácter de confesión personal. Y aquí encontramos otra vez aquel dualismo que invade todas las formas en que se manifiesta el gótico. El carácter de confesión del arte moderno, que presupone la autenticidad y unidad de la experiencia del artista, tiene, desde entonces, que imponerse contra una rutina cada vez más impersonal y superficial. Pues apenas el arte supera los últimos restos de primitivismo, apenas alcanza la etapa en que no ha de luchar ya con sus propios medios de expresión, aparece el peligro de una técnica siempre preparada y aplicable a discreción. Con el gótico comienza el lirismo del arte moderno, pero con él comienza también el moderno virtuosismo.
Por JoséLuisDomínguez.
La movilidad espiritual del período gótico puede, en general, estudiarse mejor en las obras de las artes plásticas que en las creaciones de la poesía. La se impone en las artes plásticas de manera más rápida y radical que en la poesía.
El gran giro del espíritu occidental se consuma aquí, en las artes plásticas, de manera más evidente que en las formas representativas de la poesía; y es también en las artes plásticas donde más pronto se observa que el interés del artista comienza a desplazarse desde los grandes símbolos y las grandes concepciones metafísicas a la representación de lo directamente experimentable, de lo individual y lo visible.
Todo expresa lo divino a su manera, y todo tiene, por tanto, para el arte un valor y un sentido propios. Y aun cuando por el momento las cosas sólo merezcan atención en cuanto dan testimonio de Dios, y estén ordenadas en una rigurosa escala jerárquica según su grado de participación en lo divino, la idea de que ninguna categoría del ser, por baja que sea, es totalmente insignificante ni está completamente olvidada de Dios, y no es por tanto, indigna por completo de la atención del artista, señala el comienzo de una nueva época. También en el arte prevalece, sobre la idea de un Dios existente fuera del mundo, la imagen de una potencia divina operante dentro de las cosas mismas. El Dios que “imprime el movimiento desde fuera” corresponde a la mentalidad autocrática del antiguo feudalismo; el Dios presente y activo en todos los órdenes de la naturaleza corresponde a la actitud de un mundo más liberal, que no excluye completamente ya la posibilidad del ascenso en la escala social.
El ojo ha de abrirse primeramente a la naturaleza antes de que pueda descubrir en ella rasgos individuales.
El naturalismo del gótico se expresa de forma mucho más coherente y clara en la representación del hombre que en los cuadros de paisajes. Allí encontramos por todas partes una concepción artística totalmente nueva, opuesta por completo a la abstracción y a la estereotipia románicas.
El artista tuvo que conocer personalmente a aquel viejo sencillo, de aspecto campesino, con pómulos salientes, nariz corta y ancha, y los ojos un poco oblicuamente cortados.
La sensibilidad para lo individual es uno de los primeros síntomas de la nueva dinámica. Es asombroso cómo surge súbitamente la sensibilidad para la vida común y cotidiana, cómo se aprende rápidamente a observar de nuevo, a mirar “bien” otra vez, cómo nuevamente se encuentra placer en lo casual y en lo trivial.
La consideración de los pequeños detalles característicos se convierta en fuente de las más grandes bellezas poéticas.
La idea de que la representación de un objeto verdadero en sí, para ser artísticamente correcta debe conformarse a la experiencia de los sentidos, y de que, por tanto, el valor artístico y el valor ideal de una representación no tienen, en absoluto, porqué estar de acuerdo, concibe la relación de los valores de una forma totalmente nueva, en comparación con la concepción de la Alta Edad Media, y significa, en realidad, simplemente la aplicación al arte de la doctrina, bien conocida, de la filosofía de la época acerca de la “doble verdad”.
¿Qué podría ser más inconcebible para una época firme en su fe que el que existan dos fuentes distintas de verdad, que fe y ciencia, autoridad y razón, teología y filosofía se contradigan y, a pesar de ello, ambas, a su manera, puedan testimoniar una misma verdad?
El desplazamiento de los fundamentos filosóficos de la concepción medieval del mundo y el paso de la metafísica desde el realismo al nominalismo sólo se tornan comprensibles si se los pone en relación con su fondo sociológico.
El realismo es la expresión de una visión del mundo estática y conservadora; el nominalismo, por el contrario, de una visión dinámica, progresiva y liberal. El nominalismo, que asegura a todas las cosas singulares una participación en el Ser, corresponde a un orden de vida en el que también aquellos que se encuentran en los últimos peldaños de la escala social tienen una posibilidad de elevarse.
El dualismo que determina las relaciones del arte gótico con la naturaleza se manifiesta también en la solución de los problemas de composición de este arte. De un lado, el gótico supera la técnica de composición ornamental del arte románico, que estaba inspirada sobre todo en el principio de la coordinación, y la sustituye por una forma más cercana al arte clásico, guiada por el principio de la concentración; pero, por otro lado, disgrega la escena –que en el arte románico estaba al menos dominada por una unidad decorativa- en distintas composiciones parciales que, particularmente, están dispuestas, es verdad, según el criterio clásico de unidad y subordinación, pero que en su totalidad revelan una acumulación de motivos bastante indiscriminada.
La nueva tendencia artística, que hacía que las catedrales góticas quedasen frecuentemente sin terminar, su hostilidad a las formas conclusas, que nos causa la impresión –como ya se la causaba a Goethe- de que un edificio terminado no está en realidad terminado, es decir, que es infinito, que está concebido en un eterno devenir, aquel prurito de amplitud, aquella incapacidad para reposar en una conclusión, se expresan en los Misterios de la Pasión en forma ciertamente muy ingenua, pero por ello mismo tanto más clara.
El dualismo que se expresa en las tendencias económicas, sociales, religiosas y filosóficas de la época, en las relaciones entre economía de consumo y economía comercial, feudalismo y burguesía, trascendencia e inmanencia, realismo y nominalismo, y determina tanto las relaciones del estilo gótico con la naturaleza como los criterios de composición, nos sale al encuentro al mismo tiempo en la polaridad de racionalismo e irracionalismo del arte gótico, principalmente de su arquitectura.
Ambos la consideraban, en una palabra, como un arte en el que predominaba una necesidad abstracta, opuesta a la irracionalidad de los motivos estéticos; ambos la interpretaban, y así la interpretó también todo el siglo XIX, como un “arte de cálculo e ingeniería”, que toma su inspiración de lo práctico y lo útil y cuyas formas expresan simplemente la necesidad técnica y la posibilidad constructiva. Se quiso deducir los principios formales de la arquitectura gótica, sobre todo su verticalismo mareante, de la bóveda de crucería, esto es, de un descubrimiento técnico. Esta teoría tecnicista cuadraba maravillosamente a la estética racionalista del siglo, según la cual en una auténtica obra de arte no había nada que pudiera variarse.
El hallazgo de la bóveda de crucería representa el momento auténticamente creador en la génesis del gótico, y las formas artísticas particulares no son más que la consecuencia de esta conquista técnica.
Intención artística y técnica no se dan separadas una de la otra en ninguna fase de la génesis de una obra de arte, sino que aparecen siempre en un conjunto del que sólo teóricamente pueden separarse.
Desde el gótico, todo gran arte, con la excepción de escasos y efímeros clasicismos, tiene algo de fragmentario en sí, posee una imperfección interna o externa, una detención voluntaria o involuntaria antes de pronunciar la última palabra. Al espectador o al lector le queda siempre algo por hacer. El artista moderno se estremece ante la última palabra, porque siente la inadecuación de todas ellas. Es este un sentimiento desconocido antes del gótico.
Pero un edificio gótico no es sólo un sistema dinámico en sí, sino que además moviliza al espectador y transforma el acto del disfrute del arte en un proceso que tiene una dirección determinada y un desarrollo gradual.
El arte griego de los comienzos de la democracia se encontraba en condiciones sociales análogas a las del gótico, suscitaba en el espectador una actividad semejante. También entonces el espectador era arrancado de la tranquila contemplación de la obra de arte y obligado a participar internamente en el movimiento de los temas representados. La disolución de la forma cúbica cerrada y la emancipación de la escultura frente a la arquitectura son los primeros pasos del gótico en el camino hacia aquella rotación de las figuras por medio de la cual el arte clásico movilizaba al espectador. El paso decisivo es ahora, como entonces, la supresión de la frontalidad. Este principio se abandona ahora definitivamente; en lo sucesivo, sólo reaparece durante brevísimos períodos, y seguramente sólo dos veces en total: a principios del siglo XVI y a finales del siglo XVIII. La frontalidad, con el rigorismo que supone para el arte, es en lo sucesivo algo programático y arcaizante y nunca plenamente realizable. También en este aspecto significa el gótico el comienzo de una tradición nunca abolida hasta el momento presente y con la que ninguna otra posterior puede rivalizar en significación y contenido.
A pesar de la semejanza entre la “ilustración” griega y la medieval y sus consecuencias para el arte, el etilo gótico es el primero que consigue sustituir la tradición antigua por algo completamente nuevo, totalmente opuesto al clasicismo, pero no inferior a él en valor. Hasta el gótico no se supera efectivamente la tradición clásica. El carácter trascendente del gótico era ya propio, ciertamente, del arte románico; éste, incluso, en muchos aspectos, fue mucho más espiritualizado que cualquier otro arte posterior, pero estaba formalmente mucho más cerca de la tradición clásica que el gótico y era mucho más sensualista y mundano. El gótico está dominado por un rasgo que buscamos inútilmente en el arte románico y que constituye la auténtica novedad frente a la Antigüedad clásica. Su sensibilidad es la forma especial en que se compenetran el espiritualismo cristiano y el sensualismo realista de la época gótica. La intensidad afectiva del gótico no era nueva en sí; la época clásica tardía fue también sentimental e incluso patética, y también el arte helenístico quería conmover y arrebatar, sorprender y embriagar los sentidos. Pero era nueva la intimidad expresiva que da a toda obra de arte del período gótico y posterior a él un carácter de confesión personal. Y aquí encontramos otra vez aquel dualismo que invade todas las formas en que se manifiesta el gótico. El carácter de confesión del arte moderno, que presupone la autenticidad y unidad de la experiencia del artista, tiene, desde entonces, que imponerse contra una rutina cada vez más impersonal y superficial. Pues apenas el arte supera los últimos restos de primitivismo, apenas alcanza la etapa en que no ha de luchar ya con sus propios medios de expresión, aparece el peligro de una técnica siempre preparada y aplicable a discreción. Con el gótico comienza el lirismo del arte moderno, pero con él comienza también el moderno virtuosismo.
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