domingo, 11 de octubre de 2009

OCTUBRE, LOS VALIENTES DE TOMOCHIC Y OTROS TÓPICOS.

OCTUBRE, LOS VALIENTES DE TOMOCHIC Y OTROS TÓPICOS.

Por José Luis Domínguez.

Déjenme decirles, estimados lectores, que el 29 de octubre se celebra un aniversario más de aquella masacre realizada por las tropas de Porfirio Díaz aquel año aciago de 1892 en contra de los valientes tomochitecos, comandados por Cruz Chávez.
Aquella victoria de las tropas del gobierno federal habría de resultarles pírrica, es decir, muy cara a los insignes oficiales y soldados de la alta escuela del Colegio Militar, sobre todo, al orgulloso general oaxaqueño, quien llevaba casi tres décadas en el mando de nuestra nación, convirtiéndose en todo aquello contra lo que luchara en su campaña cuando el gobierno mexicano fuera presidido por Sebastián Lerdo de Tejada, cuando el maduro Porfirio Díaz, entonces un destacado general, lo desconociera como tal, en el famoso Plan de Tuxtepec, reformado en Palo Blanco, en el cual una de sus cláusulas, la segunda de ellas, se pugnaba por la No reelección, misma que pronto pasaría al olvido durante el gobierno porfirista.
Un puñado de hombres de la sierra del norte de México, hombres altos como un árbol y fuertes como un oso, de un pueblito olvidado de la mano de Dios, Tomóchic, había desecho, a punta de bala a un grupo de oficiales, graduados de la alta escuela militar nacional y a cientos de soldados, demostrando su valentía, audacia y coraje.
No eran aquellos héroes de Tomóchic hombres ordinarios, comunes, sino unos verdaderos leones de la sierra chihuahuense. Expertos jinetes, tiradores excepcionales, cazadores con la paciencia del Job bíblico, entrenados en la guerra contra los apaches y contra las intervenciones extranjeras que recientemente habían hollado impune y arbitrariamente el suelo mexicano.
Aunado a todo ello, un cierto fervor religioso cruzando las lindes del fanatismo; el maltrato y los abusos padecidos por la población menos favorecida, durante varias décadas a causa de la intolerancia de las autoridades y de los caciques locales. Detonantes suficientes todos estos, como para que aquellos esforzados guerreros se levantaran, por fin, en armas, en contra del supremo gobierno.
Es cierto que el centralismo de nuestra nación siempre se ha encargado de opacar los sucesos históricos y los hechos de armas más relevantes a nivel nacional que han acontecido en nuestra región chihuahuense, pero, afortunadamente, uno de aquellos soldados participantes en la masacre serrana, el teniente Heriberto Frías, escribiría a manera de novela lo que sería aquella gesta heroica de los tomochitecos y el testimonio histórico de la decadencia del ejército porfiriano, ocupado casi siempre en reprimir toda clase de sublevación civil, armada o no, a lo largo y ancho del territorio nacional.
Dicha crítica antiporfirista, aparecida en forma de libro, le valdría al escritor una serie de persecuciones en forma sistemática y el pretexto idóneo para el cierre del periódico “El Demócrata”, responsable de poner el dedo en la llaga gobiernista y de la primera edición de la novela.
El levantamiento de Tomóchic fue un suceso muy comentado en su tiempo por la élite política, social y cultural de aquella época, pero sobre todo, fue el augurio certero de que el gobierno autoritario, represivo, de Porfirio Díaz estaba llegando a su ineluctable fin.
El porfirismo, sólo en un principio había sido favorable al progreso económico, a una paz mantenida de manera forzosa y a cierto grado de instrucción y de libertad de prensa, pero no llegó a crear una armonía estable entre los representantes del pueblo mexicano; un pueblo cada vez más oprimido por la miseria y por las injusticias cometidas en su contra por los grandes caciques, terratenientes, incluso, por algunos de los empresarios extranjeros establecidos con toda clase de ventajas y de facilidades en nuestro país. No resolvió tampoco la problemática religiosa ni la política. Eso sí, hubo una sabia multiplicación de las vías férreas, de tal manera que, si al inicio de su gestión, 1880, había tan solo más de 500 kilómetros de raíles, para 1910, en toda la república mexicana había ya un total de 24, 559 kilómetros de extendido acero.
Lo que ignoraba Porfirio Díaz, y he ahí la ironía y la paradoja del destino, es que al abrir este sistema de comunicación y transporte, favoreciendo sobre todo a las clases ricas y adineradas, estaba preparando lo que sería algo así como su caballito de Troya en su propio perjuicio, porque el tren, a final de cuentas, sería el motivo principal de la derrota de sus fuerzas militares y finalmente, la causa fundamental de su derrocamiento.
En octubre de 1899, siete años después de los sucesos ocurridos en Tomóchic, el avance de las líneas férreas, partiendo desde Chihuahua capital, ya se encontraba en el vecino distrito de San Andrés Riva Palacio, y de ese punto partiría hasta llegar a San Antonio de Arenales.
También en octubre, más propiamente el día 8, pero del año de 1911, el entonces gobernador del estado, Abraham González, inaugura los 21 kilómetros del ramal ferroviario que partiría desde San Antonio de Arenales hasta el mineral de Cusihuiriachic.
Todos sabemos la importancia de los dos eventos últimos mencionados: El tren sería la piedra fundamental para la fundación de San Antonio de Arenales, hoy progresista ciudad Cuauhtémoc.
Sería este “caballo de acero”, como así lo conocían los apaches, quien traería sobre sus lomos, a los menonitas en el año de 1922. También, sabemos la importancia que tuvo Cusihuiriachic para el importante y necesario rango de crecimiento poblacional del entonces San Antonio de Arenales.
Hoy el tren ha desaparecido de muchos de los estados de la república mexicana. Las llamadas “Casas redondas”, o lugares donde las máquinas y los carros del ferrocarril antaño fueran reparados, han sido convertidas en Casas de Cultura, o en su defecto, o mejor dicho, en su virtud, en Museos Históricos. Afortunadamente, y gracias a la afluencia turística de la región, aún se puede oír, por las mañanas, su dulce traqueteo y su aguda sirena como saludándome, alborozado, o por las noches, ese intermitente, hondo y prolongado pitido del tren, el único nexo valioso que nos queda con los últimos tres siglos anteriores, y ese debe ser para nosotros, los cuauhtemenses, un motivo de orgullo y de alegría. Cuauhtémoc es una ciudad nueva, pujante, la cual cuenta con algunos edificios históricos, entre los que se encuentran, el de “La voz del pueblo”, o la dulcería Coahuila, que se localiza en la avenida Allende y 3ª, misma que fuera propiedad de Chumale Oaxaca, los famosos elevadores que pertenecieran en su tiempo a Aarón Redeckov, el edificio de lo que fuera CIMSA y que funge ya no como una bodega de gramíneas, sino como un teatro y museo, a la vez, que habrá de fortalecer el ambiente cultural que se vive de manera muy intensa en nuestro municipio; la nuestra es una ciudad que cuenta orgullosamente con ese escenario-auditorio, nacido también en los años 50s como lo es el edificio de lo que antaño fuera el Cine Plaza; una ciudad que aún cuenta, felizmente, con el paso y el traqueteo chispeante de ese tren, que, como dijera el gran vate jerezano Ramón López Velarde, corre por la vía, como aguinaldo de la juguetería.

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