viernes, 18 de septiembre de 2009

¿QUIÉN HA CONQUISTADO A QUIÉN?

¿QUIÉN HA CONQUISTADO A QUIÉN?
Por José Luis Domínguez.
El 12 de octubre se encuentra marcado en nuestro calendario como el Día de la Raza, mientras que en el calendario norteamericano aparece como “Columbus Day”, es decir, el “Día de Columbus” o “Día de Colón”, porque según la historia, fue precisamente Cristóbal Colón o Cristóforo Columbus -un genovés radicado en Portugal, en la época en la que esta pequeña nación, tierra del magno poeta Fernando Pessoa y limítrofe con España, era el centro de la mayor actividad exploradora en toda Europa- quien, buscando una ruta más corta hacia las Indias, descubriría la ruta hacia el Nuevo Mundo que representaba el continente americano.
Sin embargo, cada vez es menos el peso de este día de celebración en la conciencia de los mexicanos, y quizás se deba a su nombre que resulta ser muy ambiguo. Y es que la palabra “raza”, según el diccionario más elemental, significa, “casta, extirpe, abolengo, alcurnia, familia”. Surgen así, las primeras preguntas obligadas: ¿Por qué llamarle al 12 de octubre “Día de la Raza”? ¿A qué raza se refieren con este día? ¿A la raza del genovés que condujo la expedición o la raza de los españoles, quienes económica y administrativamente poseían la mayoría, sino es que la totalidad, de los derechos sobre la tierra recién descubierta? ¿A la raza indígena de nuestro continente? O ya de plano, ¿a la raza aria, que siglos más tarde pregonaría Hitler como la más grande dentro de su torcido ideario político y de purificación?
Por otra parte, la palabra “raza”, leída al revés, se convierte en el anagrama o palíndroma “azar”, y realmente el descubrimiento de América, hecho por las huestes españolas al mando del genovés, fue más bien una mera cosa oscura del azar, pues los osados navegantes buscaban la ruta más corta hacia Cipango, lo que es el actual Japón, y hacia el milenario Catay, ahora conocido como el país de China, porque los turcos habían cerrado el paso del Cercano Oriente, y porque de esas dos regiones orientales se abastecían de especias y de telas finas que hacían la vida más amable a los europeos.
Quizá el descubrimiento de América no sea uno solo, sino varios descubrimientos, como por ejemplo, el descubrimiento de los europeos por los nativos americanos, quienes, espantados, vieron aparecer de allende el horizonte azul y verde que es el mar, esas naves que se antojaban monstruos gigantescos sacados de la más horrenda de las pesadillas, sobre todo la Nao Santa María, de dimensiones y peso mayores que las carabelas “La Pinta” y “La Niña”, comparada con esas minúsculas piraguas utilizadas por los indígenas del Nuevo Mundo. Quizá al mismo tiempo que Rodrigo de Triana gritaba, desde su puesto de observación, en el mástil más alto, el famoso y tan esperado “¡Tierra a la vista!”, algún nativo, encaramado sobre una alta palmera, daba gritos de alarma, horrorizado ante aquellas visiones fantasmagóricas que se balanceaban al compás de las espumosas ondas marinas.
Volviendo al diccionario, “descubrir” es manifestar, hacer patente algo que estaba ignorado, es decir, hallar lo escondido y darlo a conocer. Pero también “descubrir” o “descubrirse” es ofrecer al enemigo un punto vulnerable. Los españoles descubrieron que los indígenas poseían oro y que su punto débil consistía en su rústico armamento compuesto por lanzas, arcos, flechas y cuchillos, además de que casi andaban desnudos y sobre, todo, que carecían de fortificaciones.
Los nativos descubrieron que los españoles eran seres horrendos de varias patas (pues traían consigo al caballo y creían que tanto jinetes y bestias eran una sola cosa) y peludos (pues eran barbados), que echaban humo (es decir, fumaban) y lanzaban esos truenos horribles (con cañones y arcabuces) que les causaban una gran mortandad, pero también que eran ambiciosos, mortales y además muy pocos.
Se había iniciado así, casi simultáneamente al descubrimiento, la conquista de nuestro continente. Detrás de la espada, de las armas, de los soldados, vendría la cruz, vendrían los misioneros, la mayoría de ellos abocados a dorarle la píldora y a aterrorizar a los indígenas con las imágenes del infierno, muy parecidas a las que estaban viviendo ante la terrible pérdida de sus seres queridos que se oponían a la conquista y por el despojo de sus tierras del que iban, poco a poco, siendo objeto.
Aunque nadie sabe para quién trabaja. Los siglos XV y XVI se debatían entre tres grandes potencias europeas, España, Francia e Inglaterra, quienes buscaban expandir su rango de influencia mediante la colonización de esas tierras salvajes, inhóspitas y lejanas. España descubriría y colonizaría a América para desgracia de los americanos de entonces y de los de hoy.
Ya medio consolidadas las naciones, las ideas de la Ilustración francesa, liberté, igualité y fraternité y el apoyo económico y de armas “desinteresado” de las llamadas “Trece colonias”, harían mella para que los americanos buscaran su independencia de las viejas naciones de Europa. Pero serían los neocolonos ingleses, es decir, los norteamericanos de hoy, los que, vendiendo pólvora, fusiles y parque y fomentando las guerras clandestinas de cada uno de los gobiernos latinoamericanos, habrían de conseguir fundar ese gran imperio como lo son los Estados Unidos de Norteamérica, desde donde ahora dominan, mediante su política intervencionista, la economía y la incursión de grupos o fuerzas de inteligencia como la CIA, para desestabilizar, dar golpes de estado y derrocar a los gobiernos centro y sudamericanos que no les son convenientes a su política imperial. No en balde el símbolo de los norteamericanos es el águila altiva, prepotente, que ha conseguido, incluso, mediante diversas triquiñuelas políticas a través del tiempo, que nuestra águila mexicana, haya ido inclinando el orgulloso pico en señal de sumisión, porque según el pensamiento de los sucesores de aquellos colonos ingleses, “América es para los americanos”, donde los americanos, no los latinoamericanos, ni los mestizos, descendientes indirectos de los españoles, ni los indígenas, sino los yankees, son los titulares de la frase. Entonces, estimado lector, dígame usted, si a final de cuentas hay algo que celebrar este 12 de octubre, cabría mejor primero preguntarnos ¿quién habrá conquistado a quién?

lunes, 7 de septiembre de 2009

GRECIA.
El retrato que se ha hecho del ciego de Quíos, Homero, no corresponde a una imagen real, de ahí la fuerza de su leyenda. Su historia se emparenta con la de Orfeo porque ambos componen poesía ritual para las multitudes. Todo el arte antiguo de la tradición oral y escrita está condicionado por este intenso deseo de gloria, de alcanzar renombre entre los contemporáneos y con miras hacia la posteridad. Surgen así las narraciones de batallas victoriosas, nace la épica, híbrido de lo histórico y lo legendario, de lo mítico, surgen héroes como Héctor, como Aquiles, se otorgan fuertes rasgos de romance, con Helena de por medio, que se mezclan con los elementos dramáticos.
A la edad mítica de Homero, le sigue el tiempo heroico, la Antìgona, de Sófocles, por ejemplo, gira todavía en torno a la lealtad, tema eje de la Ilíada. En la edad heroica, la poesía tiene por destino no el de excitar a la lucha, sino el de entretener a los héroes después de un arduo día de batalla; aclamarlo, ensalzarlos, pregonar su grandeza, inmortalizar su linaje.
El gusto de la nobleza y del principado por la poesía, eleva a los bardos al rango superior, más allá de los artesanos. Dedicado a un héroe y cantado por una sola voz, el canto heroico está a cargo de profesionales a quienes se les han plantado las canciones en el alma por los dioses. La epopeya es el resultado de una tradición común y de una escuela poética hecha de manera grupal y con elementos comunes.
Los bardos cantaban sus historias en los salones de la realeza griega, ante un público real, noble, culto. Los rapsodas, mucho más prácticos, eran capaces de escribir con suma destreza y, a diferencia del bardo creador, su labor consistía más en preservar, conservar, más que en incrementar los poemas recibidos por la tradición. La Odisea, marca un cambio social y un nuevo rumbo lectural, dirigido a lectores aristócratas. La Odisea se enfoca a una ciudadanía ya menos belicosa.
Hesíodo, como heredero directo de la Odisea, se convierte, con su obra, en la primera expresión social de un claro antagonismo de clases. Es la primera vez que en la literatura suena la voz popular, la voz del trabajador a favor de la justicia social y en contra de la arbitrariedad y la violencia. Los griegos y los romanos, al entrar al mundo donde las armas no eran ensalzadas, donde la guerra pasaba a un segundo término, era cierto, entraban ya a la plena decadencia.

CRETA

CRETA.
Por José Luis Domínguez.

El arte de Creta constituye un serio reto para la sociología, pero no para la filosofía, misma que divide la historia de Grecia en dos períodos, el prehelénico, cuya cúspide está marcada por la época de oro de Creta, entre el año 2000 al 1400 antes de Cristo. Hábiles comerciantes con diversos pueblos de Asia Menor y Egipto[1]. Pudiera ser, y esta es una aportación mía, un tanto disparatada si se quiere, pero también un tanto lógica, que como vendedores, su dinámica en el regatear les haya ganado el mote de tercos, de obstinados, de persistentes, pues precisamente, la palabra cretino, no está exenta de dicho significado. Cretino y cretense pudieran estar entonces emparentados por la vía etimológica. Esta cultura parecía tener una alta conciencia de su propio quehacer artístico. Se nota porque se niega a adoptar la influencia de otras civilizaciones mucho muy próximas y muy poderosas como la egipcia y la mesopotámica. Creta nos muestra, desde el año 3,000 antes de la era cristiana, hasta llegar a la era del clasicismo griego, una actitud altamente hedonista. Su vida y su arte están llenas de colorido, son alegres, imparables, aunque también dominen en ese pueblo el despotismo, el feudalismo, la autocracia.
No hay arte monumental en Creta y eso los hace distintos. Sus principales centros son Cnosos, Faustos, Gurnia, Praisos. Los artistas griegos son aristócratas, cortesanos, gente culta, bajo una monarquía feudal, donde la lealtad de los súbditos es algo esencial, donde parece flotar ya un cierto espíritu de democracia.
Todo es motivo de fiesta en Creta: fastuosos desfiles, espectáculos del pancracio, torneos acrobáticos y malabares taurinos y sobre todo, mucha coquetería. Se destacan los senos de las mujeres al aire libre, que impregnan el ambiente cretense de una profunda expresión de sensualidad. Las vidas de sus habitantes, por todo lo anterior, son verdaderamente intensas. El arte tiende a ser individualista, libre en el estilo y naturalista. Menos solemnes en los temas y con un pronunciado acercamiento a lo profano. Quedan como muestras de su arte bellos objetos de metalurgia y orfebrería: los llamados “colgantes de las abejas”, kamares (en forma de espirales o de estrellas”) que son los vasos igualmente llamados cáscara de huevo, por lo frágiles y finos que resultan.
Destaca el famoso “laberinto del rey Minos” en Cnosos, decorado con la imagen de la labris, o hacha de doble filo, símbolo de la verdad en las declaraciones de los testigos de un hecho ante los magistrados. Esta misma figura habrá de resurgir entre las culturas de la antigua hélade como el hacha de dos hojas cuyo nombre es el de Ténedos. Cabe remarcar que la labris entre los cretenses, como raíz etimológica, deriva en la palabra laberinto, que esa es la forma que tiene el palacio, con más de cien habitaciones, y construido por Dédalo, padre mitológico de Ícaro, al que se le derritieron las alas y se desplomó al abismo por no hacerle caso al padre; Dédalo, precursor del Pinocchio italiano, que daba vida a la madera y, como Cristo, hacía que hasta las piedras se levantaran y anduvieran, y cuyo nombre también alude a una construcción destinada a hacer perder la orientación a quien penetra en ella sin conocerla. Con Dédalo habrá de terminarse la era de lo mágico entre los griegos.
[1] Historia de las ideas, U.P.N Educación a Distancia, S.E.P. 1ª Reimpresión de la 2ª Edición, pp. 18-20.

EL ARTE COMO IMITACIÓN, DE ARISTÓTELES.

EL ARTE COMO IMITACIÓN, DE ARISTÓTELES.
Por José Luis Domínguez.

Lo que en Platón es hechizo de los dioses, locura divina, furor celeste, en Aristóteles es imitación. Según el Diccionario de Nicola Abbagnano, cuando plantea el término de Estética, Aristóteles considera que lo bello consiste en el orden, en la simetría y en una magnitud que se preste a ser fácilmente abrazada en conjunto por la vista, en tanto hace suya la teoría del arte como imitación, si bien la sustrae mediante la noción de la catarsis, a esa especie de confinamiento a la esfera sensible a la que Platón la había condenado[1]. Reproducir, entonces, imitativamente, cada uno de los objetos, eso es arte. Aristóteles le llama también a la imitación, representación, semejanza. Desde la infancia, dice Aristóteles, el ser humano reproduce imitativamente al mundo, y es esto, precisamente, lo que lo diferencia de los animales; por tanto, siéndole natural el hecho de imitar la armonía y el ritmo, da a luz, en improvisaciones, la Poesía.[2]
Los conceptos diversos del arte que se han abordado a través de los siglos, desde los griegos hasta nuestros días, toman sus postulados estéticos si no de Platón, de la poética de Aristóteles.
En poesía, por ejemplo, la dicotomía que surge de la polémica ante la interrogante sobre si el poeta nace o se hace, es decir, es inspirado o se hace en base al artificio, al conocimiento de la técnica del arte de la poesía, no recae más que en ambas posturas: El ideal romántico de Platón o la praxis gélida, cerebral de Aristóteles. Incluso, los postulados modernos tanto de uno como del otro han sido reconciliados para compartir en un gozoso acto de maridaje los créditos de los que escriben en verso, es decir, de los llamados poetas.
Aristóteles, a diferencia de Platón, sustrae la esfera de la ciencia del ámbito del arte, porque dicha esfera no puede ser diferente de lo que es. Lo que se queda en el exilio, entre los límites de lo que no es ciencia, o sea, lo que es arte, se divide, a su vez, en aquello que pertenece a la acción, y lo que pertenece a la producción. Siendo esta última a la cual se ligan la arquitectura, la retórica y la poética, mientras que a la primera de ambas le son propias las matemáticas, la física, las artes manuales o mecánicas como la medicina[3].
Aristóteles establece la diferencia entre Homero y Empédocles, llamando al primero poeta, y al segundo, fisiólogo, aunque ambos fueron escritores de su obra en el llamado verso métrico.
Lo que separa a la tragedia de la comedia, según Aristóteles, es que la primera se produce, por imitación, a hombres peores que los normales, mientras que la segunda a los mejores.


[1] Diccionario de Filosofía de Nicola Abbagnano, Fondo de Cultura Económica, 6ª Reimpresión, 1987, México D.F., p. 452.
[2] Antología de textos de estética y teoría del arte, de Adolfo Sánchez Vázquez, UNAM, México, 1982, p.63.
[3] Diccionario de Filosofía de Nicola Abbagnano, Fondo de Cultura Económica, 6ª Reimpresión, 1987, México D.F., pp. 100-102.

EL ARTE COMO APARIENCIA, DE PLATÓN.

EL ARTE COMO APARIENCIA, DE PLATÓN.
Por José Luis Domínguez.

La doctrina del arte fue llamada por los antiguos con el nombre de su objeto mismo, poética, o sea, arte creadora de imágenes[1], en tanto que lo bello caía fuera de la poética y era considerado aparte. Así, para Platón, lo bello es la manifestación evidente de las Ideas y es, por lo tanto, la más obvia vía de acceso a tales valores, en tanto que el arte es imitación de las cosas sensibles o de los acontecimientos que se desarrollan en el mundo sensible, y constituye más bien una renuncia a ir más allá de la experiencia sensible hacia la realidad y los valores[2].
Platón, en el fragmento del diálogo “La República”, que aparece en La antología de textos de estética y teoría del arte[3], de Adolfo Sánchez Vázquez, nos da sus razones por las cuales los poetas deben ser expulsados de ese nuevo orden de cosas establecido en un lugar utópico, en caso de que La República llegue a constituirse no como un ideal platónico sino como una ciudad real. Argumenta Platón ante un interlocutor pasivo que la poesía no podría ser admitida por su poder hechizador y porque podría causar estragos en la mente de cuantos pudieran enterarse de su existencia, porque la poesía, en lugar de exaltar a la razón, y a la ley, principios éstos necesarísimos para la constitución de una ciudad con orden y con leyes que favorezcan la armonía y el equilibrio entre sus habitantes, darían a conocer los rasgos emocionales del placer y del dolor, trayendo como consecuencia una sociedad enferma, quebradiza, débil.
En su acostumbrado sistema dialéctico, el filósofo griego distingue las diferencias entre Dios, como el sumo creador, el sumo poeta por excelencia y el artífice manual, el cual utiliza a la naturaleza y lo que ésta le proporciona para crear cosas, como lo hacen así, por ejemplo, el carpintero, con la cama, el talabartero con las riendas, y el herrero con los frenos; entre Dios, el artífice y el pintor, este último que imita falsamente a la naturaleza con sus cuadros y, al igual que Homero, con su épica, que imitan el saber de los artesanos y de los artífices sin un conocimiento pleno de sus habilidades, estableciendo con ello la clase de los artistas de la bruma, no de la realidad. Fabricantes de la apariencia, imitadores de imágenes que no entienden nada de ser.
Esto me recuerda tres cosas: que Fernando Pessoa alguna vez escribió una frase que resume esta idea platónica: que “El poeta es un fingidor”; que la poesía y la pintura siempre se han hermanado a través de la historia, de ahí que la comparación platónica inicie, antes de hablar del poeta Homero, con el análisis del cuadro de un pintor; y que René Magritte, un pintor contemporáneo, define también este concepto platónico de la apariencia, cuando elabora una cuadro titulado C´est ne pas une pipe, “Esto no es una pipa”, aludiendo, por supuesto a la mera representación del objeto, de la cosa, de la “res” en sí.
Según el concepto aparecido en el Diccionario de Filosofía, de Nicola Abbagnano[4], Platón no establece una distinción entre Arte y Ciencia. Es el Arte del razonamiento como la filosofía misma en su grado más alto: la dialéctica; el Arte de la poesía, aún cuando a ésta le sea indispensable una inspiración delirante; la política y la guerra, también; la medicina; el respeto y la justicia.
Platón clasifica el Arte en dos clases: el judicativo: mismo que consiste en conocer; y el imperativo, el cual consiste en dirigir, a base del conocimiento, una determinada actividad ordenada que se distingue de la naturaleza, mejor conocida como techné.
Como conclusión, la primera definición de arte es la que se saca en conclusión del concepto que aparece en el mismo diccionario de Nicola Abbagnano antes mencionado, en el que se afirma que Arte es toda actividad humana, ordenada, a través de un conjunto de reglas idóneas, que se distingue de la naturaleza, y que persigue la belleza, el placer y las representaciones como modos del conocimiento. El arte es la exaltación de lo cotidiano.
[1] El subrayado es mío.
[2] Diccionario de Filosofía de Nicola Abbagnano, Fondo de Cultura Económica, 6ª Reimpresión, 1987, México D.F., p. 452.
[3] Adolfo Sánchez Vázquez, editorial de la UNAM, 2ª Reimpresión, México, D. F., 1982, p.p.44-59.
[4] Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1987, 6ª Reimpresión, p.p. 100-102.