¿QUIÉN HA CONQUISTADO A QUIÉN?
Por José Luis Domínguez.
El 12 de octubre se encuentra marcado en nuestro calendario como el Día de la Raza, mientras que en el calendario norteamericano aparece como “Columbus Day”, es decir, el “Día de Columbus” o “Día de Colón”, porque según la historia, fue precisamente Cristóbal Colón o Cristóforo Columbus -un genovés radicado en Portugal, en la época en la que esta pequeña nación, tierra del magno poeta Fernando Pessoa y limítrofe con España, era el centro de la mayor actividad exploradora en toda Europa- quien, buscando una ruta más corta hacia las Indias, descubriría la ruta hacia el Nuevo Mundo que representaba el continente americano.
Sin embargo, cada vez es menos el peso de este día de celebración en la conciencia de los mexicanos, y quizás se deba a su nombre que resulta ser muy ambiguo. Y es que la palabra “raza”, según el diccionario más elemental, significa, “casta, extirpe, abolengo, alcurnia, familia”. Surgen así, las primeras preguntas obligadas: ¿Por qué llamarle al 12 de octubre “Día de la Raza”? ¿A qué raza se refieren con este día? ¿A la raza del genovés que condujo la expedición o la raza de los españoles, quienes económica y administrativamente poseían la mayoría, sino es que la totalidad, de los derechos sobre la tierra recién descubierta? ¿A la raza indígena de nuestro continente? O ya de plano, ¿a la raza aria, que siglos más tarde pregonaría Hitler como la más grande dentro de su torcido ideario político y de purificación?
Por otra parte, la palabra “raza”, leída al revés, se convierte en el anagrama o palíndroma “azar”, y realmente el descubrimiento de América, hecho por las huestes españolas al mando del genovés, fue más bien una mera cosa oscura del azar, pues los osados navegantes buscaban la ruta más corta hacia Cipango, lo que es el actual Japón, y hacia el milenario Catay, ahora conocido como el país de China, porque los turcos habían cerrado el paso del Cercano Oriente, y porque de esas dos regiones orientales se abastecían de especias y de telas finas que hacían la vida más amable a los europeos.
Quizá el descubrimiento de América no sea uno solo, sino varios descubrimientos, como por ejemplo, el descubrimiento de los europeos por los nativos americanos, quienes, espantados, vieron aparecer de allende el horizonte azul y verde que es el mar, esas naves que se antojaban monstruos gigantescos sacados de la más horrenda de las pesadillas, sobre todo la Nao Santa María, de dimensiones y peso mayores que las carabelas “La Pinta” y “La Niña”, comparada con esas minúsculas piraguas utilizadas por los indígenas del Nuevo Mundo. Quizá al mismo tiempo que Rodrigo de Triana gritaba, desde su puesto de observación, en el mástil más alto, el famoso y tan esperado “¡Tierra a la vista!”, algún nativo, encaramado sobre una alta palmera, daba gritos de alarma, horrorizado ante aquellas visiones fantasmagóricas que se balanceaban al compás de las espumosas ondas marinas.
Volviendo al diccionario, “descubrir” es manifestar, hacer patente algo que estaba ignorado, es decir, hallar lo escondido y darlo a conocer. Pero también “descubrir” o “descubrirse” es ofrecer al enemigo un punto vulnerable. Los españoles descubrieron que los indígenas poseían oro y que su punto débil consistía en su rústico armamento compuesto por lanzas, arcos, flechas y cuchillos, además de que casi andaban desnudos y sobre, todo, que carecían de fortificaciones.
Los nativos descubrieron que los españoles eran seres horrendos de varias patas (pues traían consigo al caballo y creían que tanto jinetes y bestias eran una sola cosa) y peludos (pues eran barbados), que echaban humo (es decir, fumaban) y lanzaban esos truenos horribles (con cañones y arcabuces) que les causaban una gran mortandad, pero también que eran ambiciosos, mortales y además muy pocos.
Se había iniciado así, casi simultáneamente al descubrimiento, la conquista de nuestro continente. Detrás de la espada, de las armas, de los soldados, vendría la cruz, vendrían los misioneros, la mayoría de ellos abocados a dorarle la píldora y a aterrorizar a los indígenas con las imágenes del infierno, muy parecidas a las que estaban viviendo ante la terrible pérdida de sus seres queridos que se oponían a la conquista y por el despojo de sus tierras del que iban, poco a poco, siendo objeto.
Aunque nadie sabe para quién trabaja. Los siglos XV y XVI se debatían entre tres grandes potencias europeas, España, Francia e Inglaterra, quienes buscaban expandir su rango de influencia mediante la colonización de esas tierras salvajes, inhóspitas y lejanas. España descubriría y colonizaría a América para desgracia de los americanos de entonces y de los de hoy.
Ya medio consolidadas las naciones, las ideas de la Ilustración francesa, liberté, igualité y fraternité y el apoyo económico y de armas “desinteresado” de las llamadas “Trece colonias”, harían mella para que los americanos buscaran su independencia de las viejas naciones de Europa. Pero serían los neocolonos ingleses, es decir, los norteamericanos de hoy, los que, vendiendo pólvora, fusiles y parque y fomentando las guerras clandestinas de cada uno de los gobiernos latinoamericanos, habrían de conseguir fundar ese gran imperio como lo son los Estados Unidos de Norteamérica, desde donde ahora dominan, mediante su política intervencionista, la economía y la incursión de grupos o fuerzas de inteligencia como la CIA, para desestabilizar, dar golpes de estado y derrocar a los gobiernos centro y sudamericanos que no les son convenientes a su política imperial. No en balde el símbolo de los norteamericanos es el águila altiva, prepotente, que ha conseguido, incluso, mediante diversas triquiñuelas políticas a través del tiempo, que nuestra águila mexicana, haya ido inclinando el orgulloso pico en señal de sumisión, porque según el pensamiento de los sucesores de aquellos colonos ingleses, “América es para los americanos”, donde los americanos, no los latinoamericanos, ni los mestizos, descendientes indirectos de los españoles, ni los indígenas, sino los yankees, son los titulares de la frase. Entonces, estimado lector, dígame usted, si a final de cuentas hay algo que celebrar este 12 de octubre, cabría mejor primero preguntarnos ¿quién habrá conquistado a quién?
Por José Luis Domínguez.
El 12 de octubre se encuentra marcado en nuestro calendario como el Día de la Raza, mientras que en el calendario norteamericano aparece como “Columbus Day”, es decir, el “Día de Columbus” o “Día de Colón”, porque según la historia, fue precisamente Cristóbal Colón o Cristóforo Columbus -un genovés radicado en Portugal, en la época en la que esta pequeña nación, tierra del magno poeta Fernando Pessoa y limítrofe con España, era el centro de la mayor actividad exploradora en toda Europa- quien, buscando una ruta más corta hacia las Indias, descubriría la ruta hacia el Nuevo Mundo que representaba el continente americano.
Sin embargo, cada vez es menos el peso de este día de celebración en la conciencia de los mexicanos, y quizás se deba a su nombre que resulta ser muy ambiguo. Y es que la palabra “raza”, según el diccionario más elemental, significa, “casta, extirpe, abolengo, alcurnia, familia”. Surgen así, las primeras preguntas obligadas: ¿Por qué llamarle al 12 de octubre “Día de la Raza”? ¿A qué raza se refieren con este día? ¿A la raza del genovés que condujo la expedición o la raza de los españoles, quienes económica y administrativamente poseían la mayoría, sino es que la totalidad, de los derechos sobre la tierra recién descubierta? ¿A la raza indígena de nuestro continente? O ya de plano, ¿a la raza aria, que siglos más tarde pregonaría Hitler como la más grande dentro de su torcido ideario político y de purificación?
Por otra parte, la palabra “raza”, leída al revés, se convierte en el anagrama o palíndroma “azar”, y realmente el descubrimiento de América, hecho por las huestes españolas al mando del genovés, fue más bien una mera cosa oscura del azar, pues los osados navegantes buscaban la ruta más corta hacia Cipango, lo que es el actual Japón, y hacia el milenario Catay, ahora conocido como el país de China, porque los turcos habían cerrado el paso del Cercano Oriente, y porque de esas dos regiones orientales se abastecían de especias y de telas finas que hacían la vida más amable a los europeos.
Quizá el descubrimiento de América no sea uno solo, sino varios descubrimientos, como por ejemplo, el descubrimiento de los europeos por los nativos americanos, quienes, espantados, vieron aparecer de allende el horizonte azul y verde que es el mar, esas naves que se antojaban monstruos gigantescos sacados de la más horrenda de las pesadillas, sobre todo la Nao Santa María, de dimensiones y peso mayores que las carabelas “La Pinta” y “La Niña”, comparada con esas minúsculas piraguas utilizadas por los indígenas del Nuevo Mundo. Quizá al mismo tiempo que Rodrigo de Triana gritaba, desde su puesto de observación, en el mástil más alto, el famoso y tan esperado “¡Tierra a la vista!”, algún nativo, encaramado sobre una alta palmera, daba gritos de alarma, horrorizado ante aquellas visiones fantasmagóricas que se balanceaban al compás de las espumosas ondas marinas.
Volviendo al diccionario, “descubrir” es manifestar, hacer patente algo que estaba ignorado, es decir, hallar lo escondido y darlo a conocer. Pero también “descubrir” o “descubrirse” es ofrecer al enemigo un punto vulnerable. Los españoles descubrieron que los indígenas poseían oro y que su punto débil consistía en su rústico armamento compuesto por lanzas, arcos, flechas y cuchillos, además de que casi andaban desnudos y sobre, todo, que carecían de fortificaciones.
Los nativos descubrieron que los españoles eran seres horrendos de varias patas (pues traían consigo al caballo y creían que tanto jinetes y bestias eran una sola cosa) y peludos (pues eran barbados), que echaban humo (es decir, fumaban) y lanzaban esos truenos horribles (con cañones y arcabuces) que les causaban una gran mortandad, pero también que eran ambiciosos, mortales y además muy pocos.
Se había iniciado así, casi simultáneamente al descubrimiento, la conquista de nuestro continente. Detrás de la espada, de las armas, de los soldados, vendría la cruz, vendrían los misioneros, la mayoría de ellos abocados a dorarle la píldora y a aterrorizar a los indígenas con las imágenes del infierno, muy parecidas a las que estaban viviendo ante la terrible pérdida de sus seres queridos que se oponían a la conquista y por el despojo de sus tierras del que iban, poco a poco, siendo objeto.
Aunque nadie sabe para quién trabaja. Los siglos XV y XVI se debatían entre tres grandes potencias europeas, España, Francia e Inglaterra, quienes buscaban expandir su rango de influencia mediante la colonización de esas tierras salvajes, inhóspitas y lejanas. España descubriría y colonizaría a América para desgracia de los americanos de entonces y de los de hoy.
Ya medio consolidadas las naciones, las ideas de la Ilustración francesa, liberté, igualité y fraternité y el apoyo económico y de armas “desinteresado” de las llamadas “Trece colonias”, harían mella para que los americanos buscaran su independencia de las viejas naciones de Europa. Pero serían los neocolonos ingleses, es decir, los norteamericanos de hoy, los que, vendiendo pólvora, fusiles y parque y fomentando las guerras clandestinas de cada uno de los gobiernos latinoamericanos, habrían de conseguir fundar ese gran imperio como lo son los Estados Unidos de Norteamérica, desde donde ahora dominan, mediante su política intervencionista, la economía y la incursión de grupos o fuerzas de inteligencia como la CIA, para desestabilizar, dar golpes de estado y derrocar a los gobiernos centro y sudamericanos que no les son convenientes a su política imperial. No en balde el símbolo de los norteamericanos es el águila altiva, prepotente, que ha conseguido, incluso, mediante diversas triquiñuelas políticas a través del tiempo, que nuestra águila mexicana, haya ido inclinando el orgulloso pico en señal de sumisión, porque según el pensamiento de los sucesores de aquellos colonos ingleses, “América es para los americanos”, donde los americanos, no los latinoamericanos, ni los mestizos, descendientes indirectos de los españoles, ni los indígenas, sino los yankees, son los titulares de la frase. Entonces, estimado lector, dígame usted, si a final de cuentas hay algo que celebrar este 12 de octubre, cabría mejor primero preguntarnos ¿quién habrá conquistado a quién?